El regalo inesperado: la abuela y los nietos que cambiaron mi vida

—¿Cómo que se van? —grité, con la voz quebrada, mientras Natalia, mi única hija, bajaba la mirada y apretaba la mano de su esposo, Julián. Mis nietos, Lucía y Tomás, jugaban ajenos a la tormenta que se desataba en el comedor de mi departamento en Caballito. Era mi cumpleaños número sesenta, y yo esperaba una torta, tal vez una serenata de tango, pero jamás esto.

—Mamá, es solo por un tiempo —dijo Natalia, evitando mis ojos—. Es una oportunidad única. Julián consiguió trabajo en Canadá y…

—¿Y los chicos? —interrumpí, sintiendo cómo el piso se me movía bajo los pies.

—Queremos que se queden contigo. Sabemos que siempre quisiste estar más cerca de ellos —agregó Julián, como si me estuvieran haciendo un favor.

No supe qué decir. Me sentí traicionada y, al mismo tiempo, culpable por haber deseado tantas veces tener a mis nietos cerca. Pero nunca imaginé que sería así: como un paquete dejado en la puerta, mientras sus padres desaparecían en el horizonte.

Esa noche no dormí. Escuchaba la respiración tranquila de Lucía y Tomás desde la habitación contigua y pensaba en todo lo que había perdido: mi juventud, mi carrera como profesora de literatura en la UBA, mi independencia. Había criado a Natalia sola después de que su padre nos dejara por otra mujer cuando ella tenía apenas cinco años. Siempre fui fuerte, siempre salí adelante. Pero ahora… ¿cómo iba a empezar de nuevo a los sesenta?

Los primeros días fueron un caos. Tomás lloraba por las noches pidiendo a su mamá; Lucía se encerraba en el baño con el celular y no quería hablar con nadie. Yo trataba de mantener la rutina: desayuno con mate cocido y medialunas, llevarlos al colegio público del barrio, ayudar con las tareas. Pero sentía que todo lo hacía mal. Los chicos no me escuchaban; yo no entendía sus juegos ni sus códigos. Una tarde, después de una discusión porque Lucía no quería apagar la tablet para cenar, exploté:

—¡En esta casa se cena en familia! ¡No somos robots pegados a una pantalla!

Lucía me miró con odio y gritó:

—¡No sos mi mamá! ¡Quiero irme con ella!

Me encerré en el baño y lloré como hacía años no lloraba. ¿Era esto lo que había pedido? ¿Era este el precio de no saber soltar a los hijos?

Pasaron las semanas y empecé a notar cosas que antes no veía. Tomás tenía pesadillas y se orinaba en la cama; Lucía bajó las notas en la escuela y empezó a juntarse con chicos mayores en la plaza. Un día la directora me llamó:

—Señora Elvira, Lucía fue encontrada fumando en el baño del colegio. ¿Está todo bien en casa?

Sentí una vergüenza profunda. ¿Cómo podía estar todo bien si yo misma estaba rota?

Intenté hablar con Natalia por videollamada, pero siempre estaba apurada o cansada.

—Mamá, hacé lo que puedas. Es solo por unos meses —me repetía.

Pero los meses pasaban y no había señales de regreso. Empecé a sentir rabia hacia mi hija. ¿Cómo pudo dejarme así? ¿Acaso no sabía lo difícil que era criar sola?

Una tarde lluviosa de julio, Tomás se escapó del colegio. Lo encontraron llorando bajo un puente del tren Sarmiento. Cuando fui a buscarlo, me abrazó fuerte y me dijo:

—Abu, tengo miedo que vos también te vayas.

Ahí entendí que no podía seguir esperando que Natalia volviera a ser madre de sus hijos. Ahora yo era todo lo que ellos tenían.

Empecé a cambiar pequeñas cosas: dejé de pelear por la tablet y empecé a mirar series con Lucía; llevé a Tomás a jugar al fútbol con los chicos del barrio; cocinamos juntos empanadas los domingos y les conté historias de cuando era chica en Corrientes, antes de mudarme a Buenos Aires.

Poco a poco, los chicos empezaron a confiar en mí. Lucía me contó sobre su miedo a no encajar en el colegio; Tomás me pidió ayuda para escribirle una carta a su mamá. Yo también empecé a sanar: retomé contacto con mis amigas del club de jubilados; volví a leer novelas; incluso empecé a escribir un diario sobre esta nueva etapa.

Pero la herida seguía ahí. Cada vez que Natalia llamaba —cada vez menos frecuente— sentía una mezcla de amor y resentimiento imposible de explicar.

Un día recibí una carta certificada desde Canadá. Era de Natalia:

“Mamá,
Sé que te fallé. No imaginé lo difícil que sería estar lejos de los chicos… ni de vos. Pero acá no es fácil; Julián perdió el trabajo y estamos viviendo en un monoambiente con otros inmigrantes. No sé cuándo podremos volver… Solo quiero que sepas que te amo y que te agradezco por cuidar lo más importante para mí.”

Leí la carta varias veces. Lloré mucho esa noche, pero también sentí alivio: al menos ahora sabía la verdad.

Los años pasaron. Lucía terminó la secundaria con honores; Tomás se hizo hincha fanático de San Lorenzo y empezó a tocar la guitarra. Yo aprendí a ser madre otra vez, pero también aprendí a perdonar.

Hoy miro atrás y me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo hay en Argentina —en toda Latinoamérica— criando nietos porque sus hijos tuvieron que irse? ¿Cuántas abuelas son madres por segunda vez? ¿Y quién cuida de nosotras?

¿Ustedes qué harían si sus hijos les dejaran a sus nietos para buscar un futuro mejor lejos de casa? ¿Es egoísmo querer vivir para uno mismo después de toda una vida dedicada a la familia?