El regalo inesperado: Un viaje que lo cambió todo

—¿Ya apagaste la plancha, mamá? —La voz de Lucía, mi hija, retumbó desde la puerta mientras yo recorría el departamento por décima vez.

—Sí, hija, todo está listo. ¿Por qué insistes tanto? —respondí, aunque en el fondo sabía que tenía razón. Siempre he sido obsesiva con el orden, como si así pudiera controlar el caos de la vida.

Lucía suspiró. —Es solo un viaje, mamá. Relájate. Es tu cumpleaños, deberías disfrutarlo.

Pero ¿cómo disfrutarlo si sentía que me arrancaban de mi refugio? Mi departamento en el centro de Buenos Aires era mi santuario. Allí tenía mis plantas, mis libros, mi rutina de mate a las seis y novelas a las ocho. ¿Para qué cambiar?

Pero Lucía insistió tanto con ese viaje al mar, ese “regalo” que yo no había pedido, que al final cedí. Decía que necesitaba aire fresco, ver algo más allá del cemento y los colectivos. Y yo… yo no quería pelearme con ella otra vez.

El viaje en micro fue largo y pesado. Lucía se quedó dormida enseguida, mientras yo miraba por la ventana los campos interminables y pensaba en mi vida. ¿Cuándo fue la última vez que hice algo solo por mí? ¿Cuándo dejé de soñar?

Llegamos a Mar del Plata al atardecer. El aire salado me golpeó en la cara y sentí una punzada de nostalgia. De joven venía aquí con mis padres, antes de que todo cambiara, antes de que papá se fuera sin despedirse y mamá se encerrara en su tristeza.

—¿Te gusta el hotel? —preguntó Lucía mientras entrábamos a la habitación. Era sencillo pero acogedor.

—Sí… está bien —mentí. La verdad es que me sentía fuera de lugar.

Esa noche salimos a caminar por la rambla. Lucía hablaba sin parar sobre su trabajo en la universidad, sus amigas, sus sueños de irse a vivir a México. Yo asentía, pero mi mente estaba lejos. Me preguntaba si alguna vez le había contado mis propios sueños a mi hija o si siempre fui solo “mamá”, la mujer fuerte e inquebrantable.

Al día siguiente, mientras desayunábamos medialunas con café, Lucía me miró fijamente.

—Mamá… ¿por qué nunca hablas de tu infancia?

Me atraganté con el café. —¿Para qué? Eso ya pasó.

—Pero yo quiero saber quién sos más allá de ser mi mamá —insistió.

Sentí un nudo en la garganta. Nadie me había preguntado eso en años. Siempre fui la que escuchaba, la que resolvía problemas, la que callaba sus dolores para no preocupar a nadie.

—No hay mucho que contar —dije al fin—. Mi papá se fue cuando yo tenía ocho años. Mamá nunca volvió a ser la misma. Yo tuve que crecer rápido.

Lucía me tomó la mano. —Eso debió ser muy duro.

Asentí en silencio. Por primera vez sentí que podía llorar frente a ella sin vergüenza.

Pasaron los días y el mar empezó a hacer su magia. Caminábamos juntas por la playa, recogiendo caracoles y hablando de todo y nada. Una tarde, mientras el sol caía sobre el agua, Lucía me confesó algo que me sacudió hasta los huesos.

—Mamá… estoy pensando en irme a vivir a México con Julián.

Me quedé helada. —¿Y cuándo pensabas decírmelo?

—No quería herirte… pero tampoco quiero vivir mi vida sintiendo culpa por tus miedos.

Sentí rabia y tristeza mezcladas. ¿Cómo podía irse así? ¿Después de todo lo que hice por ella?

—¿Y yo qué? ¿Te vas y me dejas sola?

Lucía bajó la mirada. —No quiero dejarte sola, pero tampoco quiero quedarme solo porque vos lo necesitas…

Esa noche no dormí. Me levanté varias veces a mirar el mar desde el balcón del hotel. Pensé en mi madre, en cómo su dolor la volvió fría y distante conmigo. ¿Estaba repitiendo yo lo mismo con Lucía?

Al día siguiente, decidí salir sola a caminar. Me senté frente al mar y lloré como no lo hacía desde niña. Sentí que todas las heridas del pasado se abrían de golpe: el abandono de mi padre, la soledad de mi madre, mis propios miedos a quedarme sola.

Una señora mayor se sentó a mi lado en la playa. Me miró con ternura y dijo:

—A veces hay que dejar ir para poder recibir algo nuevo.

No sé si era una señal o solo una coincidencia, pero esas palabras me acompañaron todo el día.

Cuando volví al hotel, busqué a Lucía y le dije:

—Si querés irte a México, hacelo. No quiero ser una carga para vos… Solo te pido que no te olvides de mí.

Lucía me abrazó fuerte. —Nunca podría olvidarte, mamá.

El último día del viaje caminamos juntas por la orilla del mar en silencio. Sentí paz por primera vez en mucho tiempo. Entendí que los hijos no nos pertenecen; son prestados por la vida para aprender a amar sin ataduras.

Ahora estoy de vuelta en mi departamento, rodeada de mis plantas y mis libros. Pero ya no siento miedo al cambio ni al vacío. Aprendí que los regalos más grandes no vienen envueltos en papel brillante; a veces son conversaciones difíciles o despedidas necesarias.

Me pregunto: ¿cuántas veces dejamos de vivir por miedo a perder? ¿Y si soltar es también una forma de amar?