El regreso a la tierra de mi suegra: entre abrazos y heridas abiertas
—¡Ya llegó, mamá! —gritó Emiliano desde la puerta de madera, su voz rebotando entre los árboles de mango y el polvo del camino.
No había terminado de bajar del destartalado taxi cuando sentí los brazos de mis hijos rodeándome la cintura. El aire olía a tierra mojada y tortillas recién hechas. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que todos podrían escucharlo. Habían pasado tres años desde que crucé el Atlántico para buscar un futuro mejor en España, dejando atrás a mis hijos y a mi suegra, Doña Carmen, en este rincón caluroso de Chiapas.
—¡Mamá! —gritó Valeria, apretando su carita contra mi pecho. Sentí cómo se me quebraba algo por dentro.
Doña Carmen salió al umbral, con su reboso azul y esa mirada que siempre mezcla cariño y juicio. Me abrazó fuerte, pero sus palabras fueron como un aguijón disfrazado de bienvenida:
—Qué bueno que volviste, hija. Aquí te necesitamos más que allá.
No supe si sonreír o pedir perdón. La última vez que nos vimos discutimos fuerte. Ella nunca entendió por qué tenía que irme, por qué no podía conformarme con la vida sencilla del campo. Yo tampoco lo entendía del todo, pero la pobreza aprieta como una mano invisible.
La casa olía a nostalgia: fotos viejas en las paredes, el radio encendido con música ranchera, el eco de las risas de mis hijos jugando en el patio. Me senté en la mesa de madera, donde Doña Carmen ya servía café de olla y pan dulce.
—¿Y tu marido? —preguntó bajito, como si temiera despertar a los fantasmas.
—No viene —respondí, evitando su mirada. El silencio se hizo pesado. Mis hijos dejaron de reír.
La verdad era más amarga que el café: Javier me había dejado por otra mujer en Madrid. No tuve valor para decirlo. Aquí, en el pueblo, las mujeres como yo cargan con la culpa aunque no sea suya.
Esa noche, mientras acomodaba a los niños en la cama, escuché a Doña Carmen rezar en voz baja. Sus palabras eran un susurro entrecortado:
—Diosito, ayúdanos a sanar esta familia rota.
Me acosté en el catre junto a la ventana abierta. Afuera, las luciérnagas bailaban sobre los maizales. Recordé las veces que soñé con escapar de aquí: la rutina del campo, las miradas de los vecinos, el miedo a no tener para comer. Pero ahora que estaba de vuelta, sentía un vacío distinto, como si ya no perteneciera ni aquí ni allá.
A la mañana siguiente, salí al patio y vi a Doña Carmen moliendo maíz. Me acerqué para ayudarla, pero ella negó con la cabeza.
—Tú ya no sabes hacer esto —dijo sin mirarme—. Allá en España seguro aprendiste otras cosas.
Me dolió más de lo que quise admitir. Quise decirle que allá limpié casas ajenas hasta sangrarme las manos, que lloré cada noche extrañando a mis hijos, que nunca dejé de ser de aquí aunque estuviera lejos. Pero me tragué las palabras.
El pueblo no había cambiado: las mismas calles polvorientas, los mismos murmullos detrás de las cortinas. Al mediodía fui al mercado con Valeria. Las vecinas me miraban con curiosidad y algo de lástima.
—Dicen que tu marido te dejó —susurró una mujer a otra.
Sentí la vergüenza arderme en la piel. Valeria apretó mi mano.
—No les hagas caso, mamá —dijo con una madurez que no le correspondía.
Esa tarde, mientras preparábamos tamales para la fiesta del pueblo, Doña Carmen rompió el silencio:
—¿Y ahora qué vas a hacer? Aquí no hay trabajo para todos.
—No sé —admití—. Pensaba quedarme un tiempo… buscar algo en Comitán o quizá irme a Cancún si sale algo.
Ella suspiró hondo.
—Tus hijos te necesitan aquí. Pero también necesitan comer.
La tensión era un hilo invisible entre nosotras. Yo quería quedarme, pero ¿cómo? Aquí los sueños se marchitan rápido bajo el sol del mediodía.
Esa noche hubo fiesta en la plaza. Los niños corrieron entre serpentinas y música de marimba. Yo bailé con Emiliano bajo las luces de colores, pero sentía los ojos del pueblo sobre mí: la hija pródiga que volvió derrotada.
Al regresar a casa encontré a Doña Carmen sentada sola en la cocina.
—¿Por qué nunca me perdonaste por irme? —le pregunté sin rodeos.
Ella levantó la vista, sorprendida por mi franqueza.
—No es eso —dijo despacio—. Es miedo. Miedo de perderte para siempre… como perdí a mi hijo cuando se fue contigo a la ciudad y luego a España. Y ahora ni él ni tú están completos.
Las lágrimas me quemaron los ojos. Me senté junto a ella y por primera vez en años hablamos sin reproches: del dolor de la distancia, del peso de ser mujer en un mundo que exige sacrificios imposibles, del miedo al qué dirán.
Los días pasaron entre rutinas sencillas: lavar ropa en el río, cuidar el huerto, ayudar a los niños con sus tareas. Poco a poco sentí cómo el rencor se iba desvaneciendo entre nosotras. Pero el problema seguía ahí: ¿cómo salir adelante?
Un día llegó una carta desde España. Era de Javier. Decía que quería ver a los niños, que pensaba regresar al pueblo para hablar conmigo. Mi corazón se llenó de rabia y miedo.
Cuando le conté a Doña Carmen, ella me miró con una mezcla de compasión y preocupación:
—¿Y tú qué quieres?
No supe qué responderle. ¿Quería volver con él? ¿O solo quería dejar atrás todo ese dolor?
La llegada de Javier fue como una tormenta anunciada. El pueblo entero se enteró antes de que él bajara del autobús. Los niños corrieron a abrazarlo; yo me quedé parada en la puerta, temblando por dentro.
Esa noche discutimos hasta el amanecer:
—¿Por qué volviste? —le pregunté entre lágrimas—. ¿Por culpa o por amor?
Javier bajó la cabeza.
—No lo sé… Solo sé que allá no tengo paz y aquí están mis hijos… y tú.
Doña Carmen nos escuchaba desde la cocina, rezando bajito otra vez.
Al final decidimos darnos tiempo. No fue un final feliz ni una reconciliación perfecta; solo un acuerdo frágil entre dos personas rotas intentando reconstruir algo para sus hijos.
Hoy escribo estas líneas mientras veo a mis hijos jugar bajo el sol chiapaneco y escucho a Doña Carmen cantar mientras riega las plantas. No sé si algún día sanaré del todo o si podré perdonar completamente a Javier… o a mí misma por todas las decisiones tomadas y no tomadas.
Pero aquí estoy, intentando cada día ser mejor madre e hija… aunque duela.
¿Será posible reconstruir una familia después de tanto dolor? ¿O hay heridas que nunca cierran? ¿Ustedes qué piensan?