El Regreso de Don Ernesto: Entre la Tierra y el Olvido

—¡No puede ser que otra vez falte! —grité desde el umbral, con la voz quebrada por la rabia y el cansancio del viaje. El aire de la sierra entraba por la puerta abierta, trayendo consigo el olor a leña y tierra mojada. Mi suegro, don Ernesto, estaba sentado junto a la ventana, mirando hacia el horizonte como si esperara que alguien regresara de entre los maizales.

—Tranquila, hija —me respondió con esa voz ronca que le quedó después del accidente en la fábrica—. Mieto ya volverá. Siempre vuelve.

Pero yo sabía que esta vez era diferente. Habían pasado tres días desde que mi cuñado salió en la vieja camioneta para buscar madera en el pueblo vecino, donde estaban desmantelando la antigua escuela. Nadie había tenido noticias suyas. Mi suegra, doña Hilda, no dejaba de rezar frente al altar improvisado en la cocina, mientras mi esposo, Julián, recorría los caminos preguntando a los vecinos si lo habían visto.

La casa de don Ernesto era un refugio de recuerdos y silencios. Allí había nacido y crecido, hasta que la guerra lo arrancó de su tierra a los diecisiete años. Volvió en 1945, sin su mano derecha y con una mirada que nunca volvió a ser la misma. Desde entonces, el campo fue su única terapia y su condena.

—¿Por qué no me cuentas otra vez cómo fue que volviste? —le pregunté una tarde, buscando distraerlo del dolor de la espera.

Él me miró con esos ojos grises, llenos de historias no contadas.

—No hay mucho que decir, hija. Uno sale siendo un niño y regresa viejo. El campo ya no te reconoce, y tú tampoco reconoces al campo. Pero aquí estoy, sembrando lo poco que queda.

La tensión en la casa crecía con cada minuto. Los vecinos venían a preguntar por Mieto, algunos traían pan o café, otros solo miraban con lástima. En el pueblo, todos sabían de las peleas entre don Ernesto y su hijo menor. Mieto nunca aceptó las reglas del padre: ni la disciplina del campo ni el silencio sobre lo que pasó durante la guerra.

Una noche, mientras la lluvia golpeaba el techo de lámina, escuché a Julián discutir con su madre en la cocina.

—¡No podemos seguir así! Papá se está consumiendo y Mieto… quién sabe dónde está —decía Julián, golpeando la mesa con el puño.

—Tu hermano es terco como una mula —respondió doña Hilda—. Pero es buen muchacho. Solo necesita tiempo.

—¿Tiempo? ¡Siempre decimos lo mismo! ¿Y si esta vez no vuelve?

Me acerqué despacio, sin querer interrumpir pero sin poder evitar escuchar. Sentí un nudo en el estómago. La familia estaba al borde del colapso y yo no sabía cómo ayudar.

Al día siguiente, llegó don Ramiro, el vecino más viejo del lugar. Traía noticias: habían visto la camioneta de Mieto cerca del río, pero nadie sabía nada más.

—Ese muchacho siempre fue inquieto —dijo don Ramiro mientras sorbía su café—. Pero hay cosas que uno no puede huir para siempre.

Las palabras me quedaron resonando todo el día. ¿De qué huía Mieto? ¿Era solo el peso del campo o había algo más?

Esa tarde, mientras ayudaba a doña Hilda a preparar tortillas, ella me confesó algo que nunca había escuchado antes.

—Mieto no es como Julián —dijo en voz baja—. Él vio cosas cuando era niño… cosas que nadie debería ver.

La miré sorprendida.

—¿A qué te refieres?

Ella bajó la mirada y sus manos temblaron un poco.

—Cuando Ernesto volvió de la guerra… no era el mismo hombre. Había noches en que gritaba dormido, otras en que salía al patio y se quedaba mirando las estrellas hasta el amanecer. Mieto era pequeño y lo seguía a todas partes. Una noche… lo encontró llorando junto al pozo. Desde entonces, algo cambió en él.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Todo empezaba a tener sentido: las ausencias de Mieto, su rechazo al campo, las discusiones con su padre.

Esa noche no pude dormir. Escuché a don Ernesto levantarse y salir al patio. Lo seguí en silencio y lo encontré sentado junto al pozo, mirando las estrellas igual que hace tantos años.

—¿No puedes dormir? —le pregunté suavemente.

Él negó con la cabeza.

—A veces creo que este lugar está maldito —susurró—. Tantas cosas enterradas bajo esta tierra…

Me senté a su lado y nos quedamos en silencio largo rato. Sentí que quería decirme algo más, pero no se atrevía.

Al amanecer, Julián regresó con noticias: habían encontrado a Mieto en casa de una tía lejana, en el otro extremo del valle. Estaba bien físicamente, pero se negaba a volver.

—Dice que no puede más —nos contó Julián con los ojos llenos de lágrimas—. Que necesita irse lejos, empezar de nuevo.

Doña Hilda rompió en llanto y don Ernesto se encerró en su cuarto todo el día. Yo sentí una mezcla de alivio y tristeza: Mieto estaba vivo, pero la familia estaba rota.

Esa tarde, me armé de valor y fui a hablar con don Ernesto.

—¿Por qué nunca le contaste a tus hijos lo que viviste? —le pregunté sin rodeos—. ¿Por qué ese silencio?

Él me miró con una tristeza infinita.

—Porque pensé que así los protegía… pero ahora veo que solo les pasé mi dolor.

Me abrazó por primera vez desde que lo conocía y lloró como un niño en mis brazos.

Días después, Mieto vino a despedirse. No hubo reproches ni gritos esta vez; solo abrazos largos y palabras ahogadas por las lágrimas.

Cuando se fue, sentí que algo había cambiado para siempre en esa casa. El silencio ya no era solo dolor; era también esperanza de que algún día podríamos sanar.

Ahora miro a don Ernesto trabajar la tierra con una sola mano y pienso en todo lo que ha perdido y ganado en esta vida. Me pregunto si algún día podremos dejar atrás los fantasmas del pasado o si estamos condenados a repetirlos una y otra vez.

¿Ustedes creen que es posible romper el ciclo del dolor familiar? ¿O estamos destinados a cargar siempre con las heridas de quienes vinieron antes?