El regreso de mi hija: Diario de una despedida

—Me voy, papá.

La voz de Lucía temblaba, pero sus ojos brillaban con esa terquedad que sólo ella heredó de su madre. Estaba parada en el umbral de nuestra cocina, esa cocina diminuta donde tantas veces reímos y discutimos, apretando su celular como si fuera un salvavidas. En su chamarra de mezclilla relucía un pin que decía “Sueña en grande”.

—¿A dónde? —pregunté, aunque ya lo sabía. El rumor había recorrido el pueblo más rápido que el viento que baja del cerro.

—A casa de la tía Carmen. A la Ciudad de México. Allá sí hay vida, papá. Aquí sólo hay polvo y promesas rotas.

Me quedé helado, con la taza de café frío entre las manos. Mi hija, mi Lucía, la niña que corría descalza entre los nopales, ahora quería dejarlo todo atrás. ¿Qué podía ofrecerle este pueblo? La tienda de abarrotes que apenas nos daba para sobrevivir, las calles llenas de baches y los sueños que se marchitaban como las flores en abril.

—¿Y tu mamá? —intenté buscar un aliado en la memoria, pero ella se fue hace años, cansada del silencio y la rutina.

Lucía bajó la mirada. —Ya hablé con ella. Dice que me cuide… y que no olvide de dónde vengo.

Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo explicarle que uno nunca olvida, pero a veces el recuerdo duele más que el olvido?

—¿Y yo qué? —pregunté, casi en un susurro. —¿Me vas a dejar solo?

Ella se acercó y me abrazó fuerte, como cuando era niña y tenía miedo a las tormentas.

—No te dejo, papá. Sólo… sólo necesito intentarlo. Aquí no hay futuro para mí. No quiero terminar como doña Rosa, vendiendo tamales en la esquina toda la vida.

La imagen de doña Rosa, encorvada bajo el sol, me golpeó en el pecho. ¿Acaso yo no había soñado también con irme alguna vez? Pero el miedo y la responsabilidad me ataron a esta tierra.

Esa noche no dormí. Escuché a Lucía empacar sus pocas cosas: dos mudas de ropa, un cuaderno lleno de poemas y una foto vieja donde salimos los tres sonriendo en la feria del pueblo. Afuera, los perros ladraban y el tren pasaba a lo lejos, llevándose quién sabe cuántos sueños ajenos.

Al amanecer, la acompañé a la parada del autobús. El pueblo despertaba lento, ajeno a nuestro drama. Don Ernesto barría su banqueta; los niños corrían detrás de una pelota desinflada.

—Te voy a extrañar —dije, tratando de no llorar.

Lucía sonrió con los ojos húmedos. —Yo también, papá. Pero te prometo que voy a volver… cuando logre algo grande.

El autobús llegó envuelto en polvo. Lucía subió sin mirar atrás. Me quedé parado ahí mucho tiempo después de que el motor se perdió en la carretera.

Los días siguientes fueron un suplicio. La casa se sentía vacía; hasta el reloj parecía moverse más lento. Los vecinos preguntaban por Lucía con esa mezcla de curiosidad y lástima tan típica del pueblo.

—¿Ya te avisó si llegó bien? —preguntó doña Rosa una tarde.

—Sí —mentí—, está bien.

Pero la verdad es que Lucía apenas mandaba mensajes cortos: “Llegué”, “Estoy bien”, “Mucho trabajo”.

Una noche me llamó llorando.

—Papá… aquí todo es tan grande. Me pierdo en el metro. La gente ni te mira a los ojos. Trabajo en una cafetería y apenas me alcanza para el cuarto que comparto con tres chavas más.

Quise decirle que regresara, que aquí siempre habría un lugar para ella. Pero sólo atiné a decir:

—Aguanta, hija. Todo principio es difícil.

Pasaron los meses. Lucía consiguió otro trabajo en una oficina pequeña; empezó a estudiar por las noches. Yo le mandaba dinero cuando podía, aunque eso significara quedarme sin cenar algunos días.

Un día recibí una llamada inesperada:

—Papá… me asaltaron saliendo del trabajo. Me quitaron todo: el celular, la cartera… hasta los poemas que llevaba en mi mochila.

Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué tenía que pasarle esto a mi hija? ¿Por qué este país obliga a sus jóvenes a irse lejos para buscar lo que aquí les niegan?

—¿Quieres que vaya por ti? —pregunté con voz temblorosa.

Lucía guardó silencio unos segundos.

—No, papá. No me voy a rendir tan fácil.

Esa noche recé como no lo hacía desde niño. Pedí por Lucía, por todos los hijos que se van dejando padres solos y pueblos vacíos.

El tiempo siguió su curso. Un día recibí una carta escrita a mano:

“Papá: Conseguí una beca para estudiar comunicación social. No ha sido fácil, pero cada día aprendo algo nuevo. Extraño el olor del pan recién hecho y tus historias antes de dormir. Prometo volver pronto… y traerte un pedacito de ciudad para ti.”

Lloré como nunca antes. Guardé la carta junto a la foto vieja y salí al patio a mirar las estrellas.

A veces me pregunto si hice bien en dejarla ir o si debí luchar más para retenerla aquí conmigo. Pero luego pienso: ¿qué derecho tengo yo de cortar sus alas si yo mismo nunca me atreví a volar?

¿Ustedes qué harían? ¿Dejarían partir a sus hijos o lucharían por retenerlos cerca? ¿Vale la pena el sacrificio por un sueño?