El sabor amargo del regreso
—¿Dónde estabas, Julián? —La voz de Camila temblaba, como si cada palabra le costara un pedazo de alma. Estaba parada en el umbral, con el cabello revuelto y los ojos hinchados de tanto llorar. Llevaba puesta la bata azul que le regalé en nuestro aniversario, y sus pies descalzos parecían clavados al suelo frío del departamento.
No supe qué decir. El silencio se hizo espeso entre nosotros, apenas roto por el canto lejano de un gallo y el rumor de los autos que empezaban a llenar la avenida. Sentí el sabor amargo de la noche en mis labios, ese sabor que no era solo de alcohol, sino de algo mucho peor: la traición.
—No podía llamarte… —murmuré, bajando la mirada. Sabía que cualquier excusa sería una bofetada más para ella.
Camila se abrazó a sí misma, como si intentara protegerse de una tormenta invisible. —¿No podías? ¿O no querías? —susurró. Su voz era apenas un hilo, pero cada palabra me atravesaba como un cuchillo.
Me quedé parado en la entrada, sin atreverme a dar un paso más. Detrás de mí, la ciudad despertaba; dentro de casa, todo parecía a punto de derrumbarse. Recordé la risa de Sofía, nuestra hija de seis años, que seguramente despertaría pronto y preguntaría por qué mamá lloraba otra vez.
La noche anterior había empezado como tantas otras: una reunión con los compañeros del taller mecánico, unas cervezas en el bar de Don Ernesto, risas para olvidar las cuentas atrasadas y el miedo constante a perder el empleo. Pero después… después todo se salió de control. Me encontré solo con Valeria, la nueva chica del taller, hablando de sueños rotos y promesas que nunca se cumplen en este país donde todo cuesta el doble para los que nacimos sin apellido importante.
No sé cómo pasó. O sí lo sé, pero no quiero recordarlo. El beso, el calor, la sensación de ser visto después de tanto tiempo sintiéndome invisible. Y luego la culpa, tan pesada que casi no podía respirar cuando salí corriendo hacia mi casa antes del amanecer.
—¿Por qué me haces esto? —Camila sollozó. Se tapó la boca con las manos, como si quisiera tragarse el llanto para no despertar a Sofía.
Me acerqué despacio, sintiendo que cada paso era una traición más. Quise abrazarla, pero ella retrocedió.
—No me toques —dijo con voz firme. Por un momento vi en sus ojos a la mujer fuerte que siempre admiré, la que luchó conmigo contra la pobreza y las injusticias del barrio. La que vendía empanadas en la esquina para pagarle los útiles a Sofía cuando yo me quedé sin trabajo.
—Camila… —quise explicarle, pero las palabras se ahogaron en mi garganta.
—¿Fue con Valeria? —preguntó de pronto. Su mirada era dura, inquisitiva.
Sentí que el mundo se me venía encima. No respondí, pero mi silencio lo dijo todo.
—¡Sabía que algo pasaba! —gritó. —Desde que llegó esa muchacha al taller, andabas diferente. ¿Qué te dio ella que yo no pueda darte?
—No es eso… —intenté decir.
—¡Entonces dime qué es! —exigió. —¿Es porque ya no soy joven? ¿Porque estoy cansada? ¿Porque la vida me ha pasado por encima?
Me arrodillé frente a ella, suplicando con los ojos. —Te juro que fue un error… No significa nada…
Camila se rió amargamente. —¿Nada? Para ti puede ser nada, pero para mí es todo. Es mi vida, Julián. Es nuestra familia.
En ese momento escuchamos los pasos pequeños de Sofía en el pasillo. Se asomó con su pijama rosa y su osito de peluche en brazos.
—¿Mami? ¿Por qué lloras? —preguntó con voz somnolienta.
Camila se limpió las lágrimas y trató de sonreírle. —Nada, mi amor. Ven aquí.
Sofía corrió a sus brazos y yo sentí una punzada en el pecho al verlas juntas. Me di cuenta de todo lo que podía perder por una noche de debilidad.
El día transcurrió entre silencios incómodos y miradas esquivas. Camila apenas me dirigía la palabra; Sofía notaba la tensión y se aferraba más a su madre. Yo traté de ayudar en lo que pude: preparé el desayuno, llevé a Sofía a la escuela, intenté limpiar el desastre que había dejado mi ausencia.
En el taller nadie sospechaba nada. Valeria me evitaba la mirada y yo sentía un nudo en el estómago cada vez que pasaba cerca de ella. Don Ernesto me preguntó si todo estaba bien en casa; le respondí con una sonrisa forzada.
Esa noche, cuando regresé al departamento, encontré a Camila sentada en la mesa del comedor con una maleta a su lado.
—Me voy a casa de mi hermana unos días —dijo sin mirarme. —Necesito pensar.
Sentí que me arrancaban el corazón del pecho. —Por favor, Camila… No me dejes solo…
Ella suspiró hondo. —No sé si puedo perdonarte esta vez, Julián. No sé si quiero hacerlo.
Sofía salió corriendo de su cuarto al ver la maleta. —¿A dónde vas, mami?
Camila se agachó para abrazarla. —Vamos a visitar a la tía Mariana unos días, ¿sí?
Vi cómo se iban las dos por el pasillo y sentí que mi mundo se desmoronaba. Me quedé solo en el departamento vacío, rodeado por los recuerdos de una familia que tal vez ya no volvería a ser mía.
Esa noche no pude dormir. Pensé en todo lo que había perdido por una decisión estúpida; pensé en Camila y en Sofía, en los sueños que construimos juntos y en cómo los destruí en una sola noche.
Ahora escribo esto desde la soledad más profunda, preguntándome si alguna vez podré reparar el daño que hice. ¿Vale la pena arriesgarlo todo por un momento de debilidad? ¿Cuántas familias más se rompen cada día por errores como el mío?
¿Ustedes creen que existe el verdadero perdón después de una traición así? ¿O hay heridas que nunca sanan?