El sacrificio invisible: Cuando mamá eligió a la tía Victoria
—¿De verdad, mamá? ¿Le diste el departamento a la tía Victoria? —La voz me salió temblorosa, como si las palabras se me quebraran en la garganta. Mi madre, sentada en la mesa de la cocina, ni siquiera levantó la mirada del pocillo de café frío que giraba entre sus manos.
—Ella lo necesita más, hija. Está sola, y tú tienes a tu esposo, tienes a tu familia —respondió con esa calma suya que siempre me ha desesperado.
Pero yo no tengo una familia. Tengo una batalla diaria. Vivo en la casa de los papás de Daniel, mi esposo, donde cada rincón huele a otra vida, a otra historia que no es la mía. Compartimos un cuarto minúsculo con nuestro hijo de tres años y mi hermano menor, Julián, que apenas terminó la prepa y no consigue trabajo. Cada noche me acuesto pensando cómo estirar el dinero para que alcance hasta el fin de mes, cómo soportar las miradas de mi suegra cuando Julián se sirve un poco más de arroz o cuando nuestro niño llora en la madrugada.
Pero para mi madre, todo eso parece invisible.
Recuerdo el día que nos enteramos de la herencia. El tío Ernesto, el hermano mayor de mamá y tía Victoria, había fallecido hacía un mes. No tenía hijos ni esposa; solo ese departamento modesto en la colonia Narvarte, con ventanas grandes y un balcón donde cabía una maceta de bugambilias. Cuando el notario leyó el testamento y dijo que el departamento era para mamá, sentí por primera vez en años una esperanza real: podríamos mudarnos, tener privacidad, dejar de ser una carga para los suegros y darle a Julián un espacio propio para estudiar y buscar trabajo con dignidad.
Pero mamá nunca pensó en nosotros. O al menos, nunca lo dijo en voz alta.
—Victoria es mayor, está enferma del corazón —me repitió esa tarde—. Su hijo apenas gana para mantener a sus niños. ¿Cómo iba yo a quedarme con algo que ella necesita más?
—¿Y nosotros? —le pregunté casi en un susurro—. ¿No te importamos?
Mamá suspiró y me miró por fin. Sus ojos estaban cansados, llenos de arrugas nuevas desde que papá murió hace dos años. —Ustedes son fuertes. Siempre lo han sido. Tú eres como yo: sabes salir adelante.
No supe qué decirle. Me sentí culpable por querer ese departamento, por desear algo que no era mío pero que podría haber sido. Me sentí egoísta y al mismo tiempo traicionada.
Esa noche, Daniel llegó tarde del trabajo. Se sentó junto a mí en la cama y me abrazó sin decir nada. Yo lloré en silencio, cuidando de no despertar a Julián ni al niño.
—¿Por qué siempre tenemos que ser los fuertes? —le pregunté a Daniel—. ¿Por qué nadie piensa en nosotros?
Él solo me acarició el cabello y me besó la frente. —Ya saldremos adelante, amor. Siempre lo hacemos.
Pero yo estaba cansada de ser fuerte.
Los días siguientes fueron un desfile de comentarios indirectos de mi suegra:
—Ay, hija, ¿ya viste cómo se gasta el gas más rápido desde que están ustedes aquí?
—¿Tu hermano ya consiguió trabajo? Porque aquí no podemos mantenerlo mucho tiempo…
—El niño necesita espacio para jugar, pero aquí no hay dónde…
Cada palabra era una espina. Y cada vez que llamaba a mamá para contarle cómo estábamos, ella cambiaba de tema o me decía que tuviera paciencia.
Un domingo fui a visitar a tía Victoria. Su departamento era pequeño pero luminoso; los niños jugaban en el suelo con carritos viejos y ella tejía sentada junto a la ventana. Me recibió con un abrazo cálido y una sonrisa sincera.
—Ay, hija, tu mamá es un ángel —me dijo—. Yo no sé qué hubiera hecho sin ella.
No pude evitar sentir rabia y ternura al mismo tiempo. Tía Victoria siempre fue buena conmigo cuando era niña; me cuidaba cuando mamá trabajaba doble turno en el hospital. Pero ahora yo también necesitaba a mi madre.
Esa tarde, mientras regresaba en el metro con Julián dormido sobre mi hombro y mi hijo jugando con mis llaves, sentí una mezcla de tristeza y resignación. Pensé en todas las mujeres como mi madre: mujeres que se sacrifican por los demás hasta olvidarse de sus propios hijos; mujeres que creen que ser fuerte es suficiente consuelo para quien lo pierde todo.
Un día exploté. Fue después de una discusión con mi suegra porque Julián había dejado la luz encendida del baño.
—¡No somos invisibles! —grité—. ¡También necesitamos ayuda!
Daniel me abrazó fuerte esa noche y me prometió que pronto ahorraríamos lo suficiente para rentar algo pequeño aunque fuera lejos del centro.
Pasaron los meses y las cosas no mejoraron mucho. Julián consiguió un trabajo temporal repartiendo volantes; yo empecé a vender postres por encargo entre las vecinas del barrio. Cada peso ahorrado era una victoria diminuta.
Mamá seguía visitando a tía Victoria cada semana, llevándole medicinas y comida. A veces pasaba por nuestra casa solo unos minutos; siempre apurada, siempre con prisa por irse.
Una tarde le pregunté:
—¿Alguna vez pensaste en nosotros antes de darle el departamento a Victoria?
Mamá se quedó callada largo rato. Luego me miró con lágrimas en los ojos.
—Pensé que ya habías aprendido a vivir sin mí —susurró—. Pensé que ya no me necesitabas tanto como ella.
Me dolió más de lo que esperaba. Porque sí la necesitaba; necesitaba su apoyo, su consuelo, su reconocimiento.
Hoy sigo viviendo con mis suegros, pero ya casi tenemos suficiente para mudarnos a un cuartito propio. Julián quiere estudiar una carrera técnica; yo sueño con tener una cocina grande donde hornear pasteles sin tener que pedir permiso.
A veces pienso en mamá y en tía Victoria; pienso en todos los sacrificios invisibles que hacemos las mujeres en esta tierra nuestra donde la familia lo es todo y nada al mismo tiempo.
¿Hasta cuándo vamos a seguir creyendo que ser fuerte es suficiente? ¿Cuándo será nuestro turno de recibir sin sentir culpa?