El Secreto Bajo el Cobertizo: Un Sábado en la Familia Ramírez
—¡Dale, Diego! ¿No ves que si no terminamos hoy, mi papá nos va a hacer venir también el domingo?— gritó Julián, sudando bajo el sol abrazador de Morelos. Yo apenas podía sentir mis brazos después de cargar tablas y cemento desde las siete de la mañana. Camila, mi esposa, estaba adentro con su mamá, preparando agua de jamaica y cortando nopales para la comida.
No sé en qué momento acepté que cada sábado de mi vida sería así: manejar dos horas desde la ciudad hasta el rancho de los Ramírez, trabajar como burro y regresar con un par de frascos de chiles en vinagre como pago. Pero lo peor no era el cansancio ni el calor; era esa sensación de que algo no encajaba. Julián, el hermano menor de Camila, siempre estaba demasiado entusiasta. No era normal. Nadie disfruta tanto clavar tablas y mezclar cemento bajo el sol.
—¿Por qué te gusta tanto venir a ayudar?— le pregunté un día, mientras aflojábamos los tornillos oxidados del cobertizo viejo.
Julián me miró con una sonrisa nerviosa. —Pues… es familia, ¿no? Además, así aprovecho para ver a mis papás.
Pero yo sabía que había algo más. Lo notaba en la forma en que se escabullía al baño cada media hora o cómo se ponía tenso cuando su papá levantaba la voz. La familia Ramírez era un retrato típico del campo mexicano: el padre autoritario, la madre sumisa, los hijos que nunca se fueron del todo. Pero Julián… él parecía estar escapando de algo.
Una tarde, mientras Camila y su mamá discutían sobre si ponerle epazote a los frijoles, Julián desapareció. Yo aproveché para descansar bajo la sombra del mezquite, pero escuché un ruido raro detrás del cobertizo. Me acerqué en silencio y lo vi: Julián estaba sacando una caja de madera enterrada entre los escombros. Miraba a todos lados, nervioso, y luego abrió la caja. Dentro había fajos de billetes viejos, papeles y una foto rota.
Me quedé helado. ¿Qué hacía Julián con ese dinero? ¿Por qué lo escondía aquí?
Esa noche, mientras todos cenaban tamales y reían con las historias del abuelo, yo no podía dejar de mirar a Julián. Él evitaba mi mirada. Cuando todos se fueron a dormir, lo enfrenté afuera, junto al pozo.
—Vi lo que hiciste hoy. ¿Qué es ese dinero?
Julián bajó la cabeza. —No puedes decírselo a nadie, Diego. Por favor.
—¿Es dinero robado?
—No… bueno, sí… pero no como piensas. Es de mi papá. Él… él le cobra «protección» a los comerciantes del pueblo desde hace años. Yo sólo lo guardo aquí porque si lo encuentran en la casa…
Me quedé sin palabras. El suegro perfecto, el hombre que me daba consejos sobre cómo ser buen esposo y trabajador… era un extorsionador.
—¿Y tú por qué lo ayudas?
—Porque si no lo hago, me corre de la casa. No tengo a dónde ir, Diego. No tengo trabajo fijo y…
Sentí una mezcla de rabia y compasión. ¿Cuántos jóvenes como Julián estaban atrapados en redes familiares así? ¿Cuántos padres usaban el miedo para controlar a sus hijos?
El domingo por la mañana, mientras desayunábamos pan dulce y café de olla, miré a mi esposa. Ella reía con su mamá, ajena a todo. ¿Debía contarle? ¿Romper la familia? ¿O guardar silencio y cargar con ese secreto?
En el camino de regreso a la ciudad, Camila me preguntó:
—¿Por qué estás tan callado?
No supe qué decirle. Miré por la ventana los campos de maíz y pensé en Julián, en su miedo y su soledad.
Esa semana no dormí bien. El siguiente sábado inventé una excusa para no ir al rancho. Camila se molestó.
—¿Ya te cansaste de mi familia?
—No es eso… sólo necesito descansar.
Pero la verdad era otra: tenía miedo de volver a ver al suegro y fingir que todo estaba bien.
Pasaron los días y Julián me llamó una noche:
—Gracias por no decir nada. Pero creo que ya no puedo más…
Su voz temblaba. Me contó que había decidido irse del pueblo y buscar trabajo en Monterrey con un primo lejano. Me pidió ayuda para conseguir un boleto de autobús y algo de dinero.
Le presté lo poco que tenía ahorrado. Cuando se fue, sentí alivio pero también culpa.
Camila nunca supo la verdad. Su papá siguió siendo el hombre respetado del pueblo; su mamá siguió cocinando para todos; yo seguí trabajando en la ciudad, pero algo dentro de mí cambió para siempre.
A veces me pregunto: ¿cuántos secretos caben en una familia antes de que todo se derrumbe? ¿Cuántos Diegos y Julián hay allá afuera, atrapados entre el deber y la verdad?
¿Ustedes qué harían? ¿Callarían para proteger a los suyos o hablarían aunque eso signifique perderlo todo?