El secreto de la cómoda: lo que nunca debí descubrir

—No abras esa gaveta, Lucía. Nunca. —La voz de mi mamá aún resuena en mi cabeza, tan clara como el día en que la escuché por última vez. Tenía siete años y la curiosidad me quemaba por dentro. La cómoda de su habitación era antigua, de madera oscura y pesada, con una sola gaveta cerrada con llave. El resto de la casa era un caos de risas, gritos y el olor a café recién hecho, pero ese mueble era un santuario prohibido.

Crecí en una casa modesta en las afueras de Medellín, donde los secretos se guardaban mejor que el dinero. Mi mamá, Teresa, era una mujer fuerte, de esas que no lloran ni cuando la vida les da golpes bajos. Mi papá, Julián, se fue cuando yo tenía cinco años. Nunca supe por qué, y mamá siempre cambiaba de tema cuando preguntaba. «Hay cosas que no tienes que saber», me decía, acariciándome el cabello con manos temblorosas.

La vida siguió su curso. Me hice adolescente entre peleas con mi hermano menor, Andrés, y tardes ayudando a mamá en su pequeño puesto de arepas. Pero esa gaveta seguía ahí, intacta, como un recordatorio silencioso de todo lo que no entendía.

Cuando mamá enfermó, la casa se llenó de susurros y visitas incómodas. El cáncer llegó como un ladrón en la noche y se la llevó en menos de seis meses. El día del entierro, mientras todos lloraban y rezaban, yo solo podía pensar en esa gaveta. ¿Por qué tanto misterio? ¿Qué podía ser tan terrible?

Esa noche, cuando la casa quedó vacía y el silencio era insoportable, busqué el llavero entre sus cosas. Temblando, encontré una pequeña llave dorada envuelta en un pañuelo bordado con mis iniciales. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

Me arrodillé frente a la cómoda. El corazón me latía tan fuerte que pensé que iba a desmayarme. Metí la llave en la cerradura y giré despacio. La gaveta se abrió con un crujido largo y triste.

Dentro había una caja de madera, cartas amarillentas atadas con una cinta roja y una foto vieja en blanco y negro. La foto mostraba a mi mamá joven, abrazada a un hombre que no era mi papá. Tenían una niña pequeña entre los dos… una niña idéntica a mí.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Saqué las cartas y empecé a leer. Eran cartas de amor entre mi mamá y ese hombre, Ernesto. Cartas llenas de promesas rotas y despedidas dolorosas. En una de ellas, mamá le confesaba a Ernesto que estaba embarazada… de mí.

—¿Entonces… Julián no es mi papá? —susurré al aire, sintiendo cómo todo lo que creía cierto se desmoronaba.

No dormí esa noche. Al amanecer, fui a buscar a mi tía Marta, la única hermana de mamá que quedaba en el pueblo. Cuando le mostré la foto y las cartas, bajó la mirada y empezó a llorar.

—Tu mamá hizo lo que pudo para protegerte —dijo entre sollozos—. Ernesto era casado. Cuando supo del embarazo, desapareció. Julián aceptó criarte como suya… pero nunca pudo soportar el engaño.

Me sentí traicionada por todos: por mamá, por Julián, por la familia entera que había callado durante años. ¿Quién era yo realmente? ¿Dónde quedaba mi historia?

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Andrés me miraba raro; él no sabía nada y yo no podía decírselo sin romperle el corazón también. Empecé a buscar a Ernesto en redes sociales, preguntando discretamente en el barrio viejo donde vivía mi mamá antes de casarse. Nadie sabía nada o nadie quería hablar.

Una tarde lluviosa, mientras revisaba las cartas otra vez, encontré una dirección escrita al reverso de una postal: «Para Lucía, si algún día quieres saber la verdad». No lo pensé dos veces; tomé un bus al otro lado de la ciudad.

El barrio era pobre y polvoriento. Toqué la puerta con manos sudorosas. Me abrió una mujer mayor, con los ojos cansados pero amables.

—¿Buscas a Ernesto? —preguntó antes de que pudiera decir nada—. Él murió hace años… pero yo soy su hermana. ¿Tú eres Lucía?

Asentí en silencio mientras ella me hacía pasar. Me mostró fotos viejas, me habló de Ernesto como un hombre bueno pero cobarde, incapaz de enfrentar sus errores. Me abrazó fuerte cuando rompí en llanto.

Volví a casa con más preguntas que respuestas. ¿Debía contarle a Andrés? ¿Valía la pena remover tanto dolor?

Esa noche soñé con mamá. Me miraba desde lejos, sonriendo triste.

—Perdóname —susurró—. Solo quería protegerte.

Desperté llorando, sintiendo por primera vez compasión por ella… y por mí misma.

Hoy miro esa cómoda vacía y me pregunto si hice bien en abrir esa gaveta prohibida. ¿Era mejor vivir en la mentira o enfrentar la verdad aunque duela? ¿Cuántos secretos guardan nuestras familias por miedo o amor?

¿Ustedes qué harían? ¿Buscarían la verdad aunque pueda destruir todo lo que conocen?