El secreto de los desayunos: la bondad de los vecinos
—¡Papá, tengo hambre! —gritó Valentina desde el cuarto, mientras yo intentaba no quemar las arepas en la vieja sartén que heredé de mi abuela. El reloj marcaba las seis y media, y el sol apenas asomaba entre los techos de lámina del barrio San Miguel. Mi otra hija, Lucía, aún dormía abrazada a su peluche, ajena al caos que era mi vida desde que su madre nos dejó.
No sé si alguna vez se puede estar listo para criar solo a dos niñas tan pequeñas. Cuando Mariana se fue, diciendo que necesitaba «vivir la vida» y «ver mundo», sentí que el piso se abría bajo mis pies. Me quedé con dos bocas que alimentar, dos corazones que consolar y una casa llena de preguntas sin respuesta.
—Ya va, mi amor, ya va —respondí, tratando de sonar tranquilo mientras el aceite chisporroteaba y el olor a café llenaba la cocina. Pero por dentro, el miedo me carcomía. ¿Cómo iba a lograrlo? ¿Cómo iba a ser suficiente?
Esa mañana, como tantas otras, no había suficiente leche. Ni pan. Solo un poco de harina y un par de huevos. Me sentí miserable al ver los ojos grandes de Valentina, esperando algo más que yo no podía darle.
—¿Hoy tampoco hay leche, papi? —preguntó Lucía, frotándose los ojos.
—Hoy hay arepitas con huevo, princesa —le respondí, forzando una sonrisa.
El silencio se hizo pesado. Las niñas comieron en silencio, y yo sentí una punzada de culpa. No era solo el hambre; era la ausencia de su madre flotando en cada rincón.
Cuando salimos al patio para lavar los platos, Doña Carmen, nuestra vecina, me saludó desde su ventana.
—¡Buenos días, Julián! ¿Cómo amanecieron esas princesas?
—Bien, Doña Carmen —respondí con una sonrisa cansada.
Ella me miró con esos ojos sabios que todo lo ven. Sabía lo que pasaba. Todo el barrio lo sabía. Mariana se había ido hacía seis meses y desde entonces yo era el «pobrecito Julián», el hombre que intentaba ser padre y madre a la vez.
—¿Por qué no traes a las niñas a desayunar conmigo mañana? Hice pan dulce y chocolate caliente —me ofreció.
Sentí una mezcla de vergüenza y alivio. No quería aceptar caridad, pero tampoco podía rechazar la ayuda. Las niñas saltaron de alegría ante la idea.
—¡Sí, papi! ¡Vamos con Doña Carmen!
Esa noche casi no dormí. Pensé en todo lo que había perdido: mi trabajo estable en la fábrica (despedido por recortes), mi esposa (perdida en algún lugar del mundo), mi dignidad (herida por la necesidad). Pero también pensé en lo que aún tenía: mis hijas y la posibilidad de un nuevo comienzo.
A la mañana siguiente, las niñas se pusieron sus mejores vestidos. Caminamos hasta la casa de Doña Carmen, donde el aroma a pan recién horneado nos envolvió como un abrazo cálido.
—Pasen, pasen —dijo ella, abriendo la puerta con una sonrisa enorme.
En la mesa había chocolate caliente, pan dulce y frutas frescas. Las niñas comieron como si nunca hubieran probado algo tan rico. Yo sentí un nudo en la garganta.
—No tienes que hacer esto, Doña Carmen —le susurré mientras las niñas jugaban en el patio.
—Julián, todos necesitamos ayuda alguna vez. Cuando mi esposo murió, tu mamá me traía sopa cada noche. Así es la vida aquí: hoy por ti, mañana por mí.
Sus palabras me hicieron llorar en silencio. No estaba solo. No tenía por qué cargar con todo yo solo.
Los días siguientes fueron menos duros. Doña Carmen nos invitaba a desayunar dos veces por semana. Don Ernesto, el panadero del barrio, me ofreció trabajo ayudándole en las madrugadas. Mi hermana Ana venía los domingos a jugar con las niñas y a limpiar la casa conmigo.
Pero no todo era fácil. Mariana llamaba de vez en cuando desde Buenos Aires o Lima o quién sabe dónde. Su voz sonaba lejana y alegre; nunca preguntaba mucho por las niñas. Valentina lloraba cada vez que colgábamos el teléfono.
—¿Por qué mamá no quiere estar con nosotras? —me preguntó una noche Lucía, abrazada a mí en la cama.
No supe qué responderle. Solo la abracé fuerte y le prometí que siempre estaría ahí para ellas.
Un día, mientras barría el patio, escuché a unas vecinas chismorreando:
—Pobre Julián… dicen que Mariana ya tiene otro marido allá en Chile…
Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué todos opinaban sobre mi vida? ¿Por qué nadie entendía lo difícil que era levantarse cada día y seguir adelante?
Esa tarde me encerré en el baño y lloré como un niño. Pero luego recordé las palabras de Doña Carmen: «Todos necesitamos ayuda alguna vez».
Poco a poco fui aceptando esa ayuda sin sentirme menos hombre por ello. Aprendí a pedir favores y a devolverlos cuando podía: cuidando niños del barrio mientras sus padres trabajaban, ayudando a Don Ernesto con las entregas o cocinando para Doña Carmen cuando enfermó de gripe.
Las niñas empezaron a sonreír más seguido. Valentina aprendió a leer con los libros que Ana le trajo; Lucía cantaba canciones inventadas mientras lavábamos los platos juntos. Nuestra casa seguía siendo modesta y llena de ausencias, pero también se llenó de risas y esperanza.
Un domingo cualquiera, mientras desayunábamos todos juntos en el patio —Ana, Doña Carmen, Don Ernesto y sus nietos— sentí que algo había cambiado dentro de mí. Ya no era solo un padre soltero luchando contra el mundo; era parte de una comunidad que me sostenía cuando más lo necesitaba.
A veces Mariana llama y promete venir a visitarnos «pronto». Las niñas ya no preguntan tanto por ella; han aprendido a vivir con su ausencia y a valorar lo que sí tienen: amor, solidaridad y un padre que nunca se rinde.
Ahora sé que nadie puede criar solo a un hijo; necesitamos del otro para sobrevivir al dolor y celebrar las pequeñas alegrías cotidianas.
¿Será que algún día podré perdonar a Mariana? ¿O será que lo importante es aprender a sanar juntos, aunque falte alguien en la mesa?