El Secreto de los Ojos de Emiliano
—¡Mamá, te juro que cuando Emiliano me mira, siento que es el abuelo quien me está juzgando! —me dijo mi hermana Lucía, con la voz temblorosa, mientras sostenía a mi hijo de apenas seis meses.
No era la primera vez que alguien lo decía. Desde que Emiliano nació, todos en la familia —mis padres, mis tías, hasta la vecina Chabela— coincidían en lo mismo: ese niño tenía los ojos de Don Ernesto, mi abuelo. Unos ojos grandes, oscuros y profundos, que parecían ver más allá de lo evidente. Pero lo que nadie sabía era el peso que eso traía para mí.
Crecí en una casa de paredes delgadas y secretos gruesos. Mi abuelo fue un hombre duro, marcado por la pobreza y la guerra en El Salvador. Su carácter era ley, y su palabra, sentencia. Cuando murió, mi madre lloró en silencio durante semanas, pero nunca habló de lo que realmente sentía. Yo era apenas una adolescente y ya intuía que había cosas que no se decían en voz alta.
Cuando Emiliano nació, pensé que sería diferente. Quería darle una vida libre de miedos y resentimientos. Pero desde el primer día, todos parecían empeñados en recordarme el pasado. «Ese niño tiene el alma vieja», decían las comadres en el bautizo. «Mira cómo te observa, como si supiera tus secretos».
Una tarde de lluvia, mientras Emiliano dormía en mis brazos, mi madre se sentó a mi lado. —¿No te da miedo? —me preguntó en voz baja—. A veces siento que tu abuelo está aquí otra vez.
Me quedé callada. ¿Cómo decirle que sí, que a veces yo también sentía ese escalofrío? Que cuando Emiliano lloraba sin razón aparente o me miraba fijamente en la madrugada, sentía la presencia de algo antiguo y pesado.
El tiempo pasó y Emiliano creció. Era un niño callado, observador, con una madurez extraña para su edad. En la escuela decían que era muy serio, que no jugaba mucho con los demás. Una vez lo escuché hablar solo en el patio:
—No te preocupes, abuelito. Yo sí te entiendo.
Me helé por dentro. ¿Con quién hablaba? ¿Era solo imaginación infantil o había algo más?
La tensión en casa aumentó cuando mi padre perdió el trabajo y empezaron las discusiones por dinero. Una noche, después de una pelea especialmente fuerte entre mis padres, encontré a Emiliano sentado en la oscuridad del corredor.
—¿Por qué lloras, mamá? —me preguntó con esa voz suave y antigua.
—Porque todo se está desmoronando —le respondí sin pensar.
Él me miró con esos ojos profundos y dijo:
—No temas. Todo pasa. Así decía el abuelo Ernesto.
Sentí rabia y miedo al mismo tiempo. ¿Por qué tenía que cargar mi hijo con las palabras de un hombre al que apenas conoció? ¿Por qué todos insistían en ver al abuelo en él y no al niño que era?
Empecé a obsesionarme con la idea de que Emiliano estaba condenado a repetir la historia familiar. Lo llevé a psicólogos, a curanderas, incluso a la iglesia para pedirle al padre Tomás una bendición especial. Nada cambiaba: Emiliano seguía siendo ese niño serio y distante.
Un día, mi hermana Lucía me enfrentó:
—¿No ves que eres tú quien le pone ese peso encima? Déjalo ser niño. No es el abuelo ni nadie más. Es Emiliano.
Sus palabras me dolieron más de lo que esperaba. Esa noche, mientras veía dormir a mi hijo, me di cuenta de algo: yo también tenía miedo de dejar ir el pasado. Tal vez porque si lo hacía, tendría que enfrentar mis propios vacíos y heridas.
Decidí cambiar. Empecé a hablarle a Emiliano de otras cosas: de sus sueños, de sus gustos, de lo que él quería ser cuando grande. Poco a poco, vi cómo su mirada se suavizaba y su risa se hacía más frecuente.
Una tarde cualquiera, mientras jugábamos en el parque, me abrazó fuerte y me dijo:
—Mamá, ¿puedo ser solo Emiliano?
Lloré ahí mismo, sin vergüenza. Le prometí que sí, que siempre sería solo él.
Hoy miro atrás y entiendo que muchas familias en Latinoamérica cargamos con historias no resueltas, con fantasmas que se cuelan en las nuevas generaciones. Pero también sé que tenemos el poder de romper esos ciclos.
A veces me pregunto: ¿Cuántos niños crecen bajo la sombra de lo que otros esperan de ellos? ¿Cuántas veces confundimos la herencia con una condena?
¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez el peso del pasado en tu familia? ¿Cómo lo has enfrentado?