El secreto de mi hermana: El día que mi boda se convirtió en ruinas

—¡No puedes hacer esto, Mariana! —gritó mi madre, con la voz quebrada, mientras el eco de su desesperación retumbaba en el salón decorado con flores blancas y luces cálidas. Yo estaba parada frente al espejo, con el vestido de novia aún a medio abrochar, las manos temblorosas y el corazón a punto de salirse del pecho. Afuera, los invitados comenzaban a murmurar; algunos ya sabían que algo andaba mal.

Mi hermana menor, Valeria, estaba sentada en la esquina del vestidor, con la cara hundida entre las manos. Había llegado una hora antes, pálida como un fantasma, y desde entonces no había dejado de llorar. Nadie entendía nada. Nadie excepto ella y yo.

—Mariana, por favor… —susurró Valeria, levantando la mirada. Sus ojos estaban rojos, llenos de culpa y miedo—. No puedo callarlo más. No puedo dejarte casarte con él.

Sentí que el mundo se me venía encima. ¿Por qué justo hoy? ¿Por qué ahora, cuando todo estaba listo? Mi papá golpeó la puerta con fuerza.

—¿Qué está pasando aquí? ¡La misa empieza en quince minutos!

Mi madre intentó calmarlo, pero yo ya no escuchaba nada. Solo podía mirar a Valeria, esperando que dijera algo, cualquier cosa que me ayudara a entender.

—Mariana… —empezó ella, tragando saliva—. Yo… yo estuve con Daniel. Antes de que ustedes se comprometieran. Fue solo una vez, pero…

Un zumbido me llenó los oídos. Daniel, mi prometido. El hombre con el que había soñado toda mi vida. ¿Cómo era posible? ¿Cómo no lo vi venir?

—¿Cuándo? —pregunté con la voz más fría que pude reunir.

—Hace seis meses —respondió ella, bajando la cabeza—. Fue después de la fiesta de la empresa… Yo estaba mal, tú estabas peleada con él…

Mi madre se llevó las manos a la boca. Mi papá entró al cuarto justo en ese momento y nos encontró a las tres llorando.

—¿Qué demonios está pasando? —exigió saber.

No pude hablar. Solo miré a Valeria y luego a mi reflejo en el espejo: una mujer rota, vestida de blanco, a punto de perderlo todo.

Salí corriendo del vestidor, ignorando las voces detrás de mí. Atravesé el pasillo donde los padrinos esperaban nerviosos y llegué hasta el patio trasero del salón. Allí estaba Daniel, revisando su celular, ajeno al huracán que se avecinaba.

—¿Por qué? —le pregunté apenas me vio.

Él palideció al instante.

—¿De qué hablas?

—De Valeria —dije entre dientes—. De lo que hicieron.

Daniel miró hacia el suelo. No intentó negarlo. Solo murmuró:

—Fue un error… Yo te amo a ti.

Sentí náuseas. Todo lo que habíamos construido se desmoronaba ante mis ojos. La música comenzó a sonar dentro del salón; era la señal para que la ceremonia empezara. Pero yo ya no podía seguir adelante.

Regresé al vestidor y me quité el vestido con manos temblorosas. Mi madre lloraba en silencio; mi papá maldecía entre dientes. Valeria seguía en la esquina, hecha un ovillo de remordimiento.

La noticia corrió como pólvora entre los invitados: “La boda se canceló”. Algunos se acercaron a preguntar; otros solo miraban con lástima o curiosidad morbosa. Mi abuela rezaba en voz baja por el alma de todos nosotros.

Esa noche, la casa familiar era un campo de batalla. Mi papá gritaba que nunca más quería ver a Daniel; mi mamá intentaba proteger a Valeria; yo solo quería desaparecer.

—¡Esto es culpa tuya! —le grité a mi hermana—. ¡Me quitaste todo!

Ella sollozaba:

—Perdóname… Yo no quería…

Pero ya era tarde para disculpas. Los días siguientes fueron un infierno: llamadas de familiares, mensajes de amigos, chismes en la oficina donde trabajábamos las dos. En el barrio todos sabían lo que había pasado; algunos decían que yo era una exagerada por cancelar la boda, otros culpaban a Valeria por traicionarme así.

Mi mamá intentó reunirnos para hablar:

—Somos familia —decía—. No podemos dejar que esto nos destruya.

Pero yo no podía perdonar tan fácil. Cada vez que veía a Valeria sentía rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Cómo pudo hacerme eso? ¿Por qué Daniel no me lo dijo?

Una tarde, mientras recogía mis cosas para mudarme sola a un pequeño departamento en el centro de Guadalajara, Valeria vino a buscarme.

—Mariana… —dijo con voz temblorosa—. Sé que no merezco tu perdón, pero quiero decirte algo: nunca quise hacerte daño. Yo estaba perdida… Daniel se aprovechó de eso.

La miré largo rato antes de responder:

—No sé si algún día pueda perdonarte. Pero tampoco quiero vivir odiándote toda la vida.

Nos abrazamos entre lágrimas, aunque sabía que nada volvería a ser igual.

Hoy han pasado dos semanas desde aquel día fatídico. En la oficina todavía se escuchan susurros cuando paso cerca; algunos me miran con compasión, otros con morbo. Mi familia sigue dividida: mi papá no le habla a Valeria; mi mamá intenta mantenernos unidas; yo trato de reconstruir mi vida desde cero.

A veces me pregunto si hice bien en cancelar todo o si debí perdonar y seguir adelante como si nada hubiera pasado. Pero cuando cierro los ojos y recuerdo el dolor de esa traición, sé que tomé la única decisión posible para mí.

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Es posible perdonar una traición así dentro de la familia? ¿O hay heridas que nunca sanan?