El secreto en la guantera: una vida partida en dos

—¿Por qué tienes una liga verde con brillantina aquí?— pregunté, sosteniéndola entre mis dedos temblorosos, mientras el semáforo seguía en rojo y el mundo afuera parecía no darse cuenta de que mi vida acababa de partirse en dos.

Era un sábado cualquiera en Monterrey, el sol pegaba fuerte y yo solo quería un poco de aire fresco. Había salido temprano a hacer las compras para la semana, con la cabeza llena de pendientes y la costumbre de usar el auto de mi esposo, Julián, porque el mío estaba en el taller. No pensé en nada extraño cuando abrí la guantera buscando un paquete de pañuelos. Pero lo que encontré fue otra cosa: una liga para el cabello, verde y llena de brillantina, un recibo arrugado de la cafetería “El Puerto” —dos lattes y un cheesecake, sábado 22:47— y una tarjeta de presentación con el nombre “Camila Herrera”.

Sentí cómo la sangre me subía a la cabeza. El semáforo cambió a verde y los autos detrás de mí comenzaron a tocar el claxon. Cerré la guantera de golpe y seguí manejando, pero ya no era yo. Era otra mujer, una que temblaba por dentro y por fuera, una que no sabía si gritar o llorar.

Llegué a casa y me senté en la cocina, mirando los objetos sobre la mesa. Mi hija Valeria entró corriendo, con su uniforme del colegio todavía puesto.

—¿Mamá, qué hay para comer?— preguntó sin notar mi cara pálida.

—Hazte un sándwich, mi amor. Ahora bajo— respondí, intentando que mi voz no se quebrara.

Subí al cuarto y marqué el número de Julián. Contestó al tercer tono, con esa voz tranquila que siempre usaba cuando estaba en la oficina.

—¿Todo bien, amor?

—¿Quién es Camila Herrera?— pregunté sin rodeos.

Hubo un silencio largo, tan largo que sentí que podía escuchar cómo se rompía algo dentro de mí.

—Es una compañera del trabajo… ¿Por qué preguntas?

—Encontré su tarjeta en tu auto. Y una liga para el cabello. Y un recibo de café… a las once de la noche. ¿Me vas a decir la verdad o tengo que seguir buscando?

Julián suspiró. —No es lo que piensas. Solo fuimos a tomar un café después de una junta larga…

Colgué antes de escucharlo terminar. No podía soportar sus mentiras envueltas en excusas baratas. Bajé las escaleras y vi a Valeria viendo caricaturas con su hermano menor, Emiliano. Me pregunté cuántas veces había ignorado señales como esa por mantener la paz, por no romper la imagen de familia perfecta que tanto me costó construir.

Esa noche no dormí. Escuché cuando Julián llegó tarde, caminando despacio para no hacer ruido. Se metió a la cama sin decir palabra. Yo fingí estar dormida, pero por dentro sentía un huracán.

Al día siguiente, durante el desayuno, intenté actuar normal. Pero Julián evitaba mi mirada y los niños notaban la tensión en el aire.

—¿Mamá, por qué estás tan callada?— preguntó Emiliano.

—Nada, hijo. Solo estoy cansada.

Pero no era cansancio. Era miedo. Miedo a enfrentar la verdad: Julián tenía otra vida, una donde yo no existía.

Pasaron los días y cada vez que veía el auto sentía náuseas. Empecé a revisar sus mensajes, sus llamadas, sus horarios. Me convertí en una sombra de mí misma, desconfiada y ansiosa. Una tarde, mientras lavaba los platos, mi mamá me llamó desde Veracruz.

—Hija, te escucho rara… ¿Todo bien con Julián?

No pude mentirle. Lloré como una niña mientras le contaba todo.

—No eres la primera ni serás la última— me dijo con esa sabiduría dura que tienen las madres mexicanas.—Pero tienes que decidir si quieres seguir viviendo así o si prefieres empezar de nuevo.

Esa noche enfrenté a Julián. Le mostré los objetos sobre la mesa y le pedí que se fuera de la casa hasta que yo pudiera pensar con claridad.

—No quiero perderte ni perder a los niños— suplicó.—Fue un error, solo una vez…

Pero yo ya no podía creerle. El dolor era más grande que cualquier promesa rota.

Las semanas siguientes fueron un infierno. Mis suegros me llamaban para pedirme que perdonara a Julián “por el bien de los niños”. Mis amigas opinaban sin saber lo que se siente dormir sola después de años compartiendo todo. En el trabajo apenas podía concentrarme; cada vez que alguien mencionaba “confianza” o “familia”, sentía ganas de gritar.

Un día, Valeria me encontró llorando en el baño.

—¿Por qué lloras, mamá?

La abracé fuerte y le dije la verdad: —A veces los adultos también nos rompemos por dentro.

Poco a poco fui reconstruyendo mi vida. Empecé terapia, salí a caminar por el parque Fundidora cada mañana y retomé mis clases de pintura. Julián intentó volver varias veces, pero yo ya no era la misma. Aprendí a poner límites y a pensar primero en mí y en mis hijos.

Hoy miro hacia atrás y me doy cuenta de que ese día en el semáforo fue el principio del fin… o tal vez el principio de algo mejor para mí. La confianza es como un vaso: cuando se rompe, aunque lo pegues nunca vuelve a ser igual.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven calladas por miedo al qué dirán? ¿Cuántas veces ignoramos las señales por no enfrentar la soledad? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?