El secreto que rompió mi hogar: Una verdad que nunca debió salir a la luz
—¡¿Así que eso era lo que hacías cuando decías que te quedabas tarde en la oficina?! —gritó mi papá, la voz quebrada entre rabia y llanto. Yo estaba en la escalera, temblando, con el corazón a punto de salirse del pecho. Mi hermano menor, Tomás, se tapaba los oídos en el cuarto, pero yo no podía apartarme. Sentía que si me movía, todo se desmoronaría aún más rápido.
Mi mamá, Lucía, no lloraba. Tenía los ojos rojos y la cara dura, como si ya hubiera llorado todo lo que tenía que llorar. —¿Y qué esperabas, Ernesto? —le respondió con una voz tan fría que me dolió más que los gritos—. ¡Nunca estás! Siempre en esa maldita fábrica, trabajando hasta la madrugada. Yo también soy persona. Yo también necesito sentirme viva.
Mi papá golpeó la mesa con el puño. Los vasos temblaron y uno cayó al suelo, haciéndose trizas. —¿Y por eso te metiste con ese imbécil de Ricardo? ¿Con mi propio compañero de trabajo? ¡En mi cara, Lucía! ¡En mi propia casa!
No sé cómo logré bajar las escaleras sin caerme. Sentía las piernas de gelatina. Quise decir algo, pero las palabras se me atoraron en la garganta. Mi mamá me miró y por un segundo vi a la mujer que me enseñó a leer, la que me hacía trenzas antes de ir al colegio en San Miguel de Tucumán. Pero esa mujer ya no estaba.
—Camila, anda a tu cuarto —me ordenó mi papá, sin mirarme—. Esto no es asunto tuyo.
Pero sí lo era. Todo era asunto mío desde el momento en que escuché a mamá hablar por teléfono con Ricardo, riéndose bajito, diciéndole cosas bonitas que nunca le decía a papá. Desde entonces empecé a odiar el sonido del teléfono en casa.
Esa noche fue un infierno. Los gritos se escuchaban desde la calle. Los vecinos seguro ya sabían todo; en nuestro barrio las paredes son de papel y las lenguas largas. Tomás lloraba abrazado a su osito de peluche y yo solo podía pensar en cómo iba a mirar a mis amigos al día siguiente en la escuela.
Al amanecer, mi papá ya no estaba. Se había ido sin despedirse, dejando solo una nota arrugada sobre la mesa: “No puedo más”. Mi mamá se encerró en su cuarto y no salió en todo el día. Yo tuve que preparar el desayuno para Tomás y llevarlo al colegio como si nada hubiera pasado.
Los días siguientes fueron un desfile de caras largas y silencios incómodos. Mi abuela Marta vino desde Monteros para ayudarnos. Ella no preguntó nada; solo me abrazó fuerte y me dijo al oído: “Todo va a estar bien, mi niña”. Pero yo sabía que mentía.
La noticia del escándalo corrió como pólvora por el barrio. En la panadería, las señoras cuchicheaban cuando entraba. En la escuela, mis amigas me miraban con lástima y algunos chicos hacían bromas crueles sobre mi mamá y “el nuevo novio”.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a mi abuela hablar con mamá en la cocina:
—Lucía, ¿de verdad valía la pena? Ese hombre…
—No lo entiendes, mamá —respondió ella—. Me sentía sola. Ernesto nunca estaba. Ricardo me escuchaba…
—¿Y tus hijos? ¿Pensaste en ellos?
No quise escuchar más. Salí corriendo al patio y me senté bajo el limonero donde jugaba de chica. Lloré hasta quedarme sin lágrimas.
Papá no volvió. Se fue a vivir con su hermano en Tafí Viejo y solo llamaba de vez en cuando para preguntar por Tomás y por mí. Nunca preguntó por mamá.
Ricardo intentó acercarse a nosotros, pero yo lo odiaba. No podía perdonarle que hubiera destruido mi familia. Una vez lo vi llegar con flores y bombones; mamá le cerró la puerta en la cara.
—No quiero verte más —le gritó—. Ya hice suficiente daño.
Pero el daño ya estaba hecho.
Empezamos a vivir como fantasmas en nuestra propia casa. Mamá iba al trabajo y volvía tarde; Tomás se encerraba en su mundo de videojuegos; yo apenas comía y mis notas bajaron tanto que casi repito el año.
Una noche, mientras cenábamos en silencio, Tomás rompió a llorar:
—¿Papá va a volver?
Mamá dejó el tenedor y se tapó la cara con las manos.
—No lo sé, hijo… No lo sé…
Yo sentí una rabia inmensa contra todos: contra mamá por traicionar a papá; contra papá por abandonarnos; contra Ricardo por meterse donde no debía; contra mí misma por no haber hecho nada para evitarlo.
Pasaron los meses y las cosas no mejoraron mucho. Mamá empezó a ir al psicólogo y nos obligó a ir también. Al principio odié esas sesiones; no quería hablar con una extraña sobre mis problemas. Pero poco a poco empecé a soltar todo lo que tenía adentro: el miedo, la tristeza, la vergüenza.
Un día papá vino a visitarnos. Se veía más flaco y cansado. Nos llevó a tomar helado al parque 9 de Julio y hablamos de cosas triviales: la escuela, los amigos, el fútbol. Antes de irse me abrazó fuerte:
—Te quiero mucho, hija —me susurró—. Pase lo que pase, siempre voy a estar para vos.
Esa noche soñé que todo volvía a ser como antes: mamá cocinando empanadas, papá arreglando la bici de Tomás, yo riendo sin miedo al futuro.
Pero al despertar supe que eso nunca iba a pasar.
Hoy han pasado dos años desde aquella noche fatídica. Mamá sigue sola; papá rehizo su vida con otra mujer en Salta; Tomás apenas habla del tema y yo… yo trato de seguir adelante.
A veces me pregunto si alguna vez podré perdonar de verdad a mi mamá o si este dolor se quedará conmigo para siempre.
¿Ustedes creen que una familia puede sanar después de una traición así? ¿O hay heridas que nunca cierran?