El Silencio Bajo las Uñas: Una Madre en Busca de su Hija

—¿Por qué no contestas, Lucía? —mi voz temblaba mientras marcaba por enésima vez su número, el eco del timbre rebotando en el silencio de mi cocina en San Miguel de Tucumán. Desde que se casó con Ramiro y se mudó a ese pueblito perdido entre cañaverales, Lucía y yo hablábamos cada dos días, como un ritual sagrado. Pero ahora, una semana entera de silencio me carcomía el alma.

La noche anterior, no pude dormir. Imaginé mil escenarios: un accidente, una enfermedad, una pelea. Pero lo que más me atormentaba era ese presentimiento oscuro, esa intuición de madre que no se apaga ni con el paso de los años. Así que, al amanecer, preparé un bolso, le dejé una nota a mi esposo y tomé el colectivo hacia El Bracho.

El viaje fue largo y polvoriento. El paisaje verde y caluroso parecía burlarse de mi ansiedad. Al llegar, la casa de Lucía se veía igual: humilde, con las paredes encaladas y las macetas de malvones en la entrada. Toqué la puerta con fuerza.

—¿Lucía? ¿Estás ahí? Soy yo, mamá.

Silencio. Escuché pasos arrastrados del otro lado. La puerta se abrió apenas unos centímetros. Vi un ojo enrojecido, ojeroso.

—Mamá…

—¡Por fin! ¿Qué pasa, hija? ¿Por qué no contestás?

Lucía abrió la puerta del todo. Me abrazó fuerte, pero sentí su cuerpo rígido, tembloroso. Al separarnos, noté sus manos: las uñas estaban rotas, ensangrentadas, como si hubiera estado escarbando la tierra con desesperación.

—¡Dios mío! ¿Qué te pasó en las manos?

Ella bajó la mirada. —Nada, mamá. Estuve trabajando en el jardín…

—No me mientas, Lucía. Te conozco.

En ese momento apareció Ramiro en la cocina, con el ceño fruncido y la voz áspera:

—¿Qué hacés acá tan temprano, suegra?

Sentí un escalofrío. Ramiro nunca fue amable conmigo, pero esa vez su tono era diferente: amenazante. Lucía se encogió aún más.

—Vine porque no podía comunicarme con mi hija —respondí firme—. ¿Por qué no contesta el teléfono?

Ramiro se encogió de hombros y se sirvió un mate. —Acá a veces no hay señal, ya sabe cómo es el campo.

Pero yo sabía que no era sólo eso. Vi cómo Lucía evitaba mirarlo, cómo apretaba los puños hasta clavarse las uñas en las palmas.

Pasé la mañana con ella, intentando sonsacarle algo mientras Ramiro salía a trabajar en la finca. Le preparé un té y le acaricié el cabello como cuando era niña.

—Decime la verdad, hija. ¿Te hizo algo Ramiro?

Lucía rompió a llorar en silencio. Me mostró los brazos: moretones viejos y nuevos se mezclaban como manchas de sombra.

—Mamá… tengo miedo —susurró—. No sé cómo salir de esto.

Sentí una furia helada recorrerme el cuerpo. Quise abrazarla y llevármela lejos, pero sabía que no era tan fácil. En los pueblos chicos todos se conocen; las mujeres que denuncian son señaladas y muchas veces obligadas a volver con sus agresores por falta de apoyo o recursos.

Esa noche me quedé a dormir con ella. Escuché los gritos de Ramiro desde la otra habitación, los portazos, el llanto ahogado de mi hija. Me sentí impotente, pero también decidida: no iba a dejarla sola.

Al día siguiente fui a la comisaría del pueblo. El comisario me miró con fastidio.

—Señora, ¿tiene pruebas? Acá esas cosas pasan en todas las casas…

Sentí rabia e indignación. ¿Cómo podía ser tan normalizado el dolor de mi hija? Salí de ahí con el corazón apretado pero más convencida que nunca: tenía que hacer algo.

Volví a la casa y encontré a Lucía sentada en el patio, mirando sus manos heridas.

—Vamos a salir de esto juntas —le dije—. No importa lo que digan los demás.

Esa tarde llamé a mi hermana Marta en San Miguel y le pedí ayuda. Entre las dos organizamos todo para que Lucía pudiera irse conmigo sin que Ramiro sospechara. Esperamos a que él saliera al pueblo y entonces empacamos lo esencial: documentos, algo de ropa y los pocos ahorros que Lucía había escondido bajo una baldosa floja.

Cuando subimos al colectivo de regreso a la ciudad, Lucía lloraba en silencio pero sus manos ya no temblaban tanto. Yo sentí un alivio inmenso y una tristeza profunda por todas las mujeres que no pueden escapar.

Ahora escribo esto desde mi casa, mientras Lucía duerme tranquila por primera vez en meses. Sé que el camino será largo: denunciar, buscar trabajo, sanar heridas físicas y emocionales. Pero también sé que juntas podemos romper ese círculo de violencia que tantas veces se calla en los pueblos pequeños.

Me pregunto cuántas madres han sentido este mismo miedo y esta misma impotencia. ¿Cuántas hijas esconden sus manos heridas para proteger a quienes las lastiman? ¿Hasta cuándo vamos a seguir callando?

¿Y vos? ¿Qué harías si tu hija te pide ayuda con la mirada aunque sus labios digan lo contrario?