El Silencio de Amanda: Entre el Deseo de una Madre y la Libertad de una Hija
—¿Y para cuándo los nietos, Amanda? —La voz de mi mamá retumba en la cocina, mientras revuelve el café con una cucharita que tintinea como un reloj de arena que se vacía.
Me quedo callada. El vapor del café empaña mis lentes y me da una excusa para no mirarla a los ojos. Afuera, el bullicio de la Ciudad de México se cuela por la ventana, pero aquí dentro sólo existe su pregunta y mi silencio.
Mi mamá, Jessica, siempre ha sido una mujer fuerte. Crió sola a mis dos hermanos y a mí después de que mi papá se fue con otra. Trabajó de enfermera en el IMSS, hacía turnos dobles y aún así nos llevaba a la escuela, nos preparaba chilaquiles los domingos y nunca dejó de soñar con una familia grande. Ahora que mis hermanos ya tienen hijos, su esperanza se centra en mí. «Tú siempre fuiste la más sensible, Amanda. Vas a ser una madre maravillosa», me repite cada vez que puede.
Pero llevo seis años casada con Mauricio y no hemos podido tener hijos. Nadie lo sabe. Ni mi mamá, ni mis hermanos, ni las tías que preguntan en cada reunión familiar. Mauricio y yo hemos ido a médicos, hemos probado remedios caseros —que si el té de hojas de frambuesa, que si los baños de asiento con manzanilla— y hasta fuimos con una curandera en Xochimilco que nos hizo rezar con veladoras y huevo. Nada.
—Mamá, ya te dije que ahorita no es el momento —le respondo, tratando de sonar firme.
Ella suspira y me mira como si pudiera ver a través de mí. —Amanda, hija, ya tienes treinta y cinco años. No quiero presionarte, pero… ¿no te gustaría ver correr a tus hijos por esta casa?
Hace poco se mudó a una casa más grande en Coyoacán «para cuando lleguen los nietos». Pintó un cuarto de amarillo y compró una cuna en un bazar. Cada vez que la visito, me muestra las mantitas tejidas que guarda en un cajón. Siento que me ahogo.
Una tarde, después de otra visita llena de indirectas y miradas tristes, llego a casa y encuentro a Mauricio sentado en la sala, con los papeles del último tratamiento fallido entre las manos.
—No puedo más, Amanda —me dice sin mirarme—. No quiero seguir viendo cómo te destruyes por dentro.
Me siento junto a él y lloro. Lloro por los hijos que no llegan, por la presión de mi madre, por el miedo a decepcionarla. Mauricio me abraza y me dice que debemos hablar con ella. Que no podemos seguir viviendo así.
Pero yo no puedo. No sé cómo decirle a mi mamá que su sueño no será realidad. Que su sacrificio, su casa nueva, su cuna vacía… todo eso no servirá para nada.
Las semanas pasan y mi mamá sigue insistiendo. Un día llega a mi trabajo sin avisar y me lleva a comer pozole. En medio del bullicio del restaurante, saca una foto de un ultrasonido: es de mi cuñada, que espera su segundo hijo.
—¿Ves? Todos avanzan menos tú —me dice bajito—. ¿Por qué no quieres ser mamá?
La pregunta me atraviesa como un cuchillo. Siento rabia, tristeza y vergüenza al mismo tiempo.
—¡No es que no quiera! —le grito sin poder contenerme—. ¡No puedo! ¡No puedo tener hijos!
El silencio cae sobre la mesa como una losa. Mi mamá se queda pálida, con la foto temblando entre sus dedos.
—¿Por qué nunca me lo dijiste? —susurra.
Las lágrimas corren por mi cara. —Porque no quería decepcionarte… Porque sé cuánto lo deseas… Porque siento que te fallo como hija…
Mi mamá me toma la mano y por primera vez en años veo lágrimas en sus ojos.
—Ay, Amanda… Yo sólo quería verte feliz. No sabía cuánto te estaba lastimando.
Nos abrazamos ahí mismo, entre platos vacíos y miradas curiosas. Siento que por fin puedo respirar.
Esa noche, en casa, le cuento todo a Mauricio. Él sonríe aliviado y me dice que ahora sí podemos empezar a vivir para nosotros.
Mi mamá empieza a cambiar poco a poco. Deja de hablar de nietos y empieza a preguntarme por mis sueños: si quiero viajar, si quiero estudiar algo nuevo, si quiero adoptar un perro. Me doy cuenta de que su amor era tan grande que no veía el daño que me hacía con sus expectativas.
A veces todavía duele ver la cuna vacía en su casa o escuchar a mis tías presumir de sus nietos. Pero ahora sé que no tengo que cargar con los sueños de nadie más.
Me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven atrapadas entre el deseo de sus madres y sus propias heridas? ¿Cuándo aprenderemos a soltar lo que no podemos controlar?