El silencio de Julián: cuando el amor se quiebra en casa
—¿Por qué no me miras a los ojos, Julián? —le pregunté, sintiendo cómo el aire se volvía denso en la sala de nuestro pequeño departamento en Barranquilla.
Él ni siquiera levantó la vista del celular. Solo murmuró algo ininteligible y siguió deslizando el dedo por la pantalla. Ese silencio, tan ajeno a nuestro hogar, me apretaba el pecho. Julián siempre traía historias de sus viajes: anécdotas graciosas, souvenirs baratos pero llenos de cariño, hasta dulces típicos que compartíamos con café en la terraza. Pero esta vez, nada. Ni una palabra, ni una sonrisa.
Pensé que era el cansancio. El trabajo en la constructora lo tenía agotado y la economía no estaba fácil para nadie. Pero esa noche, mientras él se duchaba, vi su maleta tirada en el suelo. Ni siquiera había sacado la ropa sucia. Todo era raro, como si estuviera físicamente aquí pero su alma se hubiera quedado lejos.
Pasaron dos días así. Yo intentaba acercarme: le preparé su arroz con coco favorito, le pregunté por sus compañeros de trabajo, hasta le propuse ver una película juntos. Nada funcionó. Julián respondía con monosílabos y se encerraba en el baño con el teléfono.
La mañana del tercer día, mientras revisaba mi Facebook antes de salir al mercado, vi una foto que me heló la sangre. Era Julián, inconfundible con su camisa azul y esa sonrisa torcida que tanto amaba. Pero no estaba solo: una mujer joven, de cabello largo y oscuro, lo abrazaba por la cintura. Estaban en un restaurante elegante de Medellín. La foto tenía decenas de comentarios y corazones. Sentí que el piso se abría bajo mis pies.
No lloré. No grité. Solo sentí un vacío frío en el estómago. Guardé silencio todo el día, observando a Julián como si fuera un extraño en mi propia casa. Por la noche, cuando él llegó del trabajo, me planté frente a él con el celular en la mano.
—¿Quién es ella? —pregunté, mostrando la foto.
Julián palideció. Por primera vez en días, me miró directo a los ojos. Vi miedo, culpa y algo más… ¿vergüenza?
—No es lo que piensas, Mariana —balbuceó—. Fue solo una cena con los del proyecto…
—¿Y por qué te abraza así? ¿Por qué no me lo contaste? —mi voz temblaba, pero no iba a dejarme vencer.
Él se sentó en el sofá y se cubrió la cara con las manos.
—No sé qué decirte… Todo se complicó allá. Me sentí solo… Ella fue amable conmigo…
—¿La besaste? —pregunté sin rodeos.
Julián guardó silencio. Ese silencio fue peor que cualquier confesión.
Esa noche dormí sola por primera vez en años. El ventilador zumbaba como un lamento y las lágrimas caían sin control. Recordé cuando nos conocimos bailando cumbia en una fiesta del barrio, cuando soñábamos con tener hijos y comprar una casita propia. ¿En qué momento nos perdimos?
Al día siguiente, mi mamá vino a visitarme. Le conté todo entre sollozos mientras ella me abrazaba fuerte.
—Mija, los hombres a veces son cobardes —dijo—. Pero tú vales mucho más que una traición.
Mi hermana menor también opinó:
—No lo perdones tan fácil, Mariana. Piensa en ti primero.
Pero mi corazón estaba hecho pedazos y no sabía qué hacer. En mi barrio todos hablaban: las vecinas cuchicheaban cuando pasaba por la tienda; mis amigas me escribían mensajes de apoyo y rabia contra Julián.
Esa tarde Julián llegó temprano a casa. Me pidió hablar.
—No quiero perderte —dijo con lágrimas en los ojos—. Fue un error, Mariana. No sé cómo repararlo…
Lo miré largo rato. Vi al hombre que amé y al desconocido que me había herido.
—No sé si puedo perdonarte —le respondí—. No ahora.
Pasaron semanas difíciles. Dormíamos en camas separadas; apenas cruzábamos palabras sobre cosas básicas: la renta, las cuentas, la comida. Yo iba a trabajar al colegio con ojeras y el corazón roto; él salía temprano y volvía tarde para evitarme.
Un día encontré una carta suya bajo mi almohada:
«Mariana,
Sé que te fallé y no merezco tu perdón. Solo quiero que sepas que te amo y que estoy dispuesto a hacer lo que sea para recuperar tu confianza. Si decides irte, lo entenderé… pero si hay una mínima esperanza para nosotros, lucharé por ella todos los días.
Julián»
Lloré al leerla. Recordé todo lo bueno y lo malo; las promesas rotas y los sueños compartidos. Fui a ver a mi abuela para buscar consejo.
—El amor es como el café —dijo ella—: si se enfría mucho, cuesta volverlo a calentar… pero si hay fuego todavía, puede renacer.
Esa noche hablé con Julián como no lo hacía desde hacía meses. Le dije todo lo que sentía: mi dolor, mi rabia, mi miedo a volver a confiar.
—No te prometo nada —le advertí—. Pero si quieres quedarte, tendrás que demostrarme cada día que valgo más para ti que cualquier aventura pasajera.
Él asintió con lágrimas en los ojos.
Hoy han pasado seis meses desde aquel día. No ha sido fácil: hay días buenos y días malos; aún duele recordar esa foto y esa traición. Pero estamos intentando reconstruirnos desde las ruinas, paso a paso.
A veces me pregunto si hice bien en darle otra oportunidad o si debí empezar de nuevo sola… ¿Ustedes qué harían? ¿Se puede realmente perdonar una traición así?