El Silencio de la Casa: Historia de una Familia en Barranquilla

—¡No quiero entrar! —me repetía en voz baja, apretando el cuaderno contra el pecho, mientras el sol de Barranquilla caía a plomo sobre mi cabeza. El sudor me corría por la frente, pero no era solo por el calor: era el miedo. Miedo a la mirada de mi mamá, a su voz dura cuando descubriera la verdad.

Caminaba despacio, arrastrando los pies por la acera polvorienta. Los gritos de los niños jugando a la pelota en la esquina me parecían lejanos, como si viviera en otro mundo. Yo solo pensaba en cómo esconder la nota roja que la profesora había escrito en mi cuaderno: «Ewa necesita mejorar. Nota: 1». Mi nombre es Ewa, aunque aquí todos me dicen «Ewita». Mi mamá siempre dice que ese nombre lo trajo mi abuela desde Polonia, pero yo nací y crecí aquí, entre las calles calientes y los mangos caídos de este barrio.

Al llegar a la puerta, escuché la voz de mi mamá desde adentro:

—¡Ewita! ¿Ya llegaste? Ven, ayúdame con el almuerzo.

Tragué saliva y metí el cuaderno rápidamente en la mochila. Entré tratando de sonreír, pero ella me miró con esos ojos que todo lo ven.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué esa cara?

—Nada, mami… solo estoy cansada —mentí, bajando la mirada.

Mi hermano menor, Samuelito, jugaba con un carrito roto en el suelo. Mi papá no estaba; últimamente casi nunca estaba. Decía que tenía que trabajar doble turno en el puerto, pero yo sabía que había algo más. Mamá y él discutían cada vez más fuerte por las noches, cuando pensaban que yo dormía.

Mientras picaba cebolla para el arroz, mamá me miró de reojo.

—¿Y el cuaderno de notas? Hoy era viernes, ¿no?

Sentí un nudo en el estómago.

—Se me quedó en el salón… la profe no lo devolvió —improvisé.

Ella suspiró y siguió cocinando. El olor a ajo frito llenó la casa y por un momento quise que todo fuera como antes, cuando papá llegaba temprano y nos sentábamos juntos a comer. Pero ahora todo era distinto. Mamá estaba siempre tensa, papá ausente y yo… yo sentía que cargaba un secreto demasiado grande para mis once años.

Esa noche, mientras cenábamos arroz con huevo y tajadas de plátano, papá llegó tarde y borracho. Tiró la puerta y se dejó caer en una silla. Mamá no dijo nada, solo apretó los labios y sirvió su plato. Samuelito se encogió en su silla y yo bajé la cabeza.

—¿Y tú qué miras? —me gruñó papá.

—Nada, papi…

—¡Nada! ¡Siempre nada! —gritó, golpeando la mesa.

Mamá se levantó rápido y lo miró con rabia contenida.

—No le hables así a la niña.

—¡Es mi hija! Le hablo como quiera.

El silencio cayó como una losa sobre nosotros. Yo quería gritar, correr, desaparecer. Pero solo podía quedarme quieta y esperar que pasara la tormenta.

Esa noche no pude dormir. Escuchaba los murmullos de mis padres discutiendo en la cocina. Palabras como «dinero», «deuda», «trabajo» y «culpa» flotaban en el aire. Me tapé los oídos con la almohada, pero igual los sentía retumbar dentro de mí.

Al día siguiente, mientras ayudaba a mamá a lavar ropa en el patio, ella me miró fijamente:

—Ewita, ¿segura que no tienes nada que contarme?

Sentí las lágrimas ardiendo detrás de los ojos. Quise decirle todo: lo de la nota, lo sola que me sentía, lo mucho que me dolía verla triste. Pero no pude. Solo negué con la cabeza.

—Bueno… —suspiró—. Si algún día quieres hablar, aquí estoy.

Ese sábado fue igual que todos: mamá limpiando sin parar, Samuelito pegado a su lado y yo tratando de estudiar para el examen del lunes. Pero no podía concentrarme. Pensaba en cómo arreglar lo de la nota. Pensaba en papá y sus gritos. Pensaba en si alguna vez volveríamos a ser una familia feliz.

El domingo por la tarde escuché a mamá llorar en su cuarto. Me acerqué despacio y vi por la rendija de la puerta cómo sostenía una carta arrugada entre las manos. Era del banco; hablaban de embargar la casa si no pagábamos pronto.

Me sentí tan pequeña e impotente… Quise abrazarla, decirle que todo iba a estar bien. Pero solo pude quedarme ahí, quieta, escuchando su llanto ahogado.

Esa noche tomé una decisión: tenía que confesarle lo de la nota. No podía seguir mintiendo; ya había demasiados secretos en esta casa.

Al día siguiente, antes de irme al colegio, me acerqué a mamá mientras preparaba café.

—Mami… tengo que decirte algo —susurré.

Ella me miró sorprendida.

—¿Qué pasó?

Saqué el cuaderno temblando y se lo entregué abierto en la página de la nota roja. Ella lo leyó en silencio. Por un momento pensé que iba a gritarme o castigarme. Pero solo suspiró y me abrazó fuerte.

—Gracias por decírmelo —me dijo al oído—. No te preocupes por una nota; lo importante es que seas honesta conmigo.

Lloré en sus brazos como hacía años no lo hacía. Sentí que por fin podía respirar un poco mejor.

Ese día entendí que las familias no son perfectas; están llenas de silencios, miedos y errores. Pero también de amor y segundas oportunidades.

Hoy sigo viviendo en esa misma casa calurosa de Barranquilla. Papá ya no está; se fue poco después de esa noche difícil. Mamá trabaja más que nunca y yo ayudo como puedo con Samuelito y los quehaceres. A veces siento rabia, otras tristeza… pero también esperanza.

Me pregunto si algún día podré perdonar del todo a papá o si mamá volverá a sonreír como antes. ¿Cuántos secretos más caben en una casa antes de romperse? ¿Y cuántos abrazos hacen falta para volverla a armar?