El silencio de las visitas: una madre en el olvido
—¿Y si hoy sí vienen? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta. El viento golpeaba las ventanas de madera y el humo del fogón se mezclaba con el olor a café recién hecho. Mi esposo, Ramiro, apenas levantó la mirada del suelo de tierra apisonada.
—No te hagas ilusiones, Helena. Ya sabes cómo es Lucía —dijo, refiriéndose a mi nuera, con esa voz cansada que le dejó la vida en el campo.
Me quedé mirando la puerta, como si pudiera abrirse sola y traerme a mi hijo, Andrés, con sus ojos alegres y su risa de niño. Pero hace tiempo que no lo veo así. Desde que se casó con Lucía, las visitas se hicieron cada vez más raras, hasta volverse un recuerdo doloroso.
La última vez que vinieron fue hace más de un año. Trajeron a los niños, mis nietos, y yo preparé empanadas de viento y colada morada, como cuando Andrés era pequeño. Pero Lucía apenas probó bocado y miraba el reloj cada cinco minutos. Cuando se fueron, sentí que se llevaban algo más que sus maletas: se llevaban la esperanza.
—¿Por qué no nos visitan? —le pregunté una vez a Andrés por teléfono, con la voz temblorosa.
—Mamá, Lucía dice que siempre quieren algo… que si les traemos arroz, que si les ayudamos con la cosecha… —respondió él, bajito, como si temiera que ella lo oyera.
—¿Y tú qué piensas? —quise saber.
—No sé, mamá. A veces siento que nunca es suficiente…
Esa frase me dolió más que cualquier otra cosa. ¿Nunca es suficiente? ¿Acaso no di todo por él? ¿No fui yo quien vendió su anillo de bodas para pagarle los estudios en Quito? ¿No fui yo quien caminó kilómetros para llevarle medicinas cuando enfermó de niño?
Las noches en la sierra son largas y frías. Ramiro y yo nos arropamos bajo mantas tejidas por mis propias manos, pero el frío del corazón es más difícil de combatir. A veces escucho a Ramiro suspirar en la oscuridad.
—¿Te acuerdas cuando Andrés era pequeño y corría por el maizal? —me dice.
—Sí… y cómo lloraba cuando se caía y yo le curaba las rodillas con sábila —respondo.
Nos quedamos en silencio, cada uno perdido en sus recuerdos. Afuera, los perros ladran a la luna y el viento silba entre los eucaliptos. La vida en el campo es dura, pero nada duele tanto como el olvido de un hijo.
Un día cualquiera, mientras recogía leña detrás de la casa, vi llegar a Don Segundo, el vecino. Venía con su burro cargado de papas.
—Helena, ¿no han venido tus hijos? —preguntó con esa curiosidad inocente de los viejos del pueblo.
—No, Don Segundo. Parece que están ocupados…
Él asintió y bajó la mirada. Todos en el pueblo saben que Andrés ya no viene. Algunos murmuran que Lucía no nos quiere; otros dicen que en la ciudad uno se olvida del campo y de los viejos.
Esa tarde me senté en el umbral de la casa y miré el camino polvoriento por donde solía venir mi hijo. Recordé cuando era joven y soñaba con una vida mejor para él. Ahora me pregunto si esos sueños no fueron una maldición disfrazada de amor.
Una noche, después de cenar un poco de sopa de quinua, Ramiro rompió el silencio:
—¿Y si vamos nosotros a Quito?
Lo miré sorprendida. El viaje es largo y caro; además, ¿qué sentido tiene ir donde no te quieren?
—No sé si Lucía nos reciba…
Ramiro apretó los labios. Sabía que tenía razón.
Pasaron los meses. Las fiestas de Navidad llegaron y se fueron sin una llamada, sin una carta. Los vecinos trajeron pan de pascua y chocolate caliente para acompañarnos en la soledad. Yo fingí alegría, pero por dentro sentía un hueco imposible de llenar.
Un día recibí una llamada inesperada. Era Andrés.
—Mamá…
Su voz sonaba lejana, cansada.
—¿Qué pasa, hijo? —pregunté con el corazón en la garganta.
—Nada… solo quería saber cómo están.
Quise decirle tantas cosas: que lo extrañaba, que me dolía su ausencia, que no entendía por qué Lucía nos alejaba así. Pero solo pude decir:
—Estamos bien… aquí, esperando verte algún día.
Hubo un silencio largo al otro lado del teléfono. Luego escuché la voz de Lucía de fondo:
—¿Otra vez hablando con tu mamá? ¡Siempre quieren algo! ¡Nunca están conformes!
Andrés murmuró algo ininteligible y colgó. Me quedé mirando el teléfono como si fuera una serpiente venenosa.
Esa noche lloré en silencio para que Ramiro no me oyera. Pero él lo supo igual; me abrazó fuerte y juntos compartimos ese dolor mudo que solo entienden los padres olvidados.
Los días siguieron iguales: ordeñar las vacas al amanecer, limpiar el corral, preparar tortillas de maíz para vender en el mercado del pueblo. Pero cada vez que veía a una madre abrazar a su hijo en la plaza, sentía una punzada en el pecho.
Un domingo cualquiera, mientras barría el patio, llegó una carta sin remitente. Era la letra de Andrés:
«Mamá,
Perdóname por no ir a verte. No sé cómo arreglar esto. Lucía dice que ustedes siempre esperan algo de nosotros y yo ya no sé qué pensar. Solo quiero paz en mi casa… pero también extraño mi hogar y tus abrazos.
Andrés»
Leí la carta una y otra vez hasta que las lágrimas borraron las palabras. ¿Qué hice mal? ¿En qué momento perdí a mi hijo?
Esa noche hablé con Ramiro:
—Tal vez deberíamos dejarlo ir… dejar de esperar…
Él negó con la cabeza:
—Uno nunca deja de ser padre, Helena. Aunque duela.
El tiempo pasa lento en el campo. Las estaciones cambian pero el dolor permanece. A veces sueño con Andrés pequeño, corriendo hacia mí con los brazos abiertos. Me despierto con el corazón apretado y una pregunta sin respuesta:
¿Hasta cuándo puede resistir el amor de una madre ante el abandono? ¿Cuántas veces puede romperse un corazón antes de dejar de latir?