El Silencio de los Domingos: La Soledad de una Madre Olvidada
—¿Vas a venir este domingo, hija?— pregunté con la voz temblorosa, apretando el teléfono como si de ese aparato dependiera mi vida entera.
Del otro lado, la voz de Mariana sonó lejana, distraída. —Ay, mamá, no sé… Los niños tienen fútbol y Rodrigo tiene que trabajar. Te llamo luego, ¿sí?
El tono seco, la prisa. El silencio después del clic. Me quedé sentada en la mesa de la cocina, mirando la taza de café frío. Afuera, el bullicio de Ciudad de México seguía su curso, pero aquí dentro solo quedaba el eco de mi soledad.
Me llamo Teresa Ramírez. Tengo setenta y dos años y toda mi vida la dediqué a mis hijos: Mariana, Esteban y Lucía. Cuando eran pequeños, trabajaba limpiando casas ajenas para que ellos pudieran estudiar. Mi esposo, Julián, murió hace quince años. Desde entonces, mi casa se fue llenando de recuerdos y vaciando de risas.
Recuerdo cuando Mariana me prometió: —Nunca te voy a dejar sola, mamá. Siempre vamos a estar juntas.
Pero la vida se encargó de borrar esas promesas. Mariana es abogada, Esteban tiene una tienda de repuestos en Iztapalapa y Lucía emigró a Monterrey con su esposo. Todos viven ocupados, todos tienen excusas.
Los domingos eran sagrados. El olor a mole poblano llenaba la casa y los nietos corrían por el patio. Ahora, los domingos son días largos, donde el reloj parece burlarse de mí. A veces me siento en la ventana a ver pasar los coches y me pregunto si alguno de ellos traerá a mis hijos de regreso.
Una tarde, Esteban llegó sin avisar. Traía prisa, como siempre.
—Mamá, ¿tienes algo de dinero que me prestes? Es para el negocio, te lo devuelvo en cuanto pueda.
No pregunté nada. Fui al cajón donde guardo mis ahorros y le di lo poco que tenía. Él ni siquiera se sentó a tomar un café conmigo.
—Gracias, ma. Te llamo luego.
Y se fue. Ni un abrazo.
Esa noche lloré en silencio. No por el dinero, sino por la indiferencia. ¿En qué momento me convertí en un estorbo para mis propios hijos?
Un día decidí llamar a Lucía. Hacía meses que no hablábamos.
—Mamá, aquí todo es un caos. Los niños están enfermos y Raúl trabaja hasta tarde. ¿Por qué no vienes tú a Monterrey?
—No quiero ser una carga, hija.
—Ay mamá, no digas eso… Pero bueno, hablamos luego.
Colgó rápido. Sentí que mi voz ya no tenía peso en sus vidas.
Mis nietos apenas me conocen. Cuando Mariana los trae —una vez cada dos meses— se quedan pegados al celular o a la tablet. Les preparo su comida favorita, pero apenas prueban bocado.
—Abue, ¿tienes wifi? —me pregunta Emiliano sin mirarme a los ojos.
A veces pienso que soy invisible en mi propia casa.
La vecina, doña Rosa, me invita a tomar café algunos días. Ella también está sola; su hijo vive en Querétaro y solo le manda dinero cada mes.
—¿Sabes qué es lo peor, Teresa? —me dijo una tarde— Que nosotras dimos todo por ellos y ahora ni una llamada nos dan.
Asentí en silencio. No quise llorar frente a ella.
La televisión es mi única compañía. Veo telenovelas y noticieros para sentir que el mundo sigue girando afuera de estas paredes. A veces me pregunto si hice algo mal como madre. ¿Fui demasiado dura? ¿O demasiado blanda? ¿Por qué mis hijos no me buscan?
Un día me animé a ir al mercado sola. Caminé despacio entre los puestos de frutas y flores. Compré pan dulce para el desayuno del domingo, por si alguno venía a visitarme. Nadie vino.
Esa noche escribí una carta para cada uno de mis hijos. Les conté cómo me sentía: sola, olvidada, pero aún llena de amor por ellos. No tuve valor para enviarlas.
La Navidad llegó y pasó sin abrazos ni risas en mi casa. Mariana me llamó por videollamada desde la casa de su suegra.
—Mamá, te extraño mucho —dijo—. El próximo año seguro nos vemos.
Pero yo ya no creo en promesas vacías.
A veces pienso en vender la casa e irme a un asilo donde al menos tendría con quién hablar. Pero me duele dejar este lugar lleno de recuerdos: las fotos en las paredes, los dibujos de mis nietos pegados en el refrigerador, las plantas que Julián sembró en el patio.
Hoy es domingo otra vez. El reloj marca las cinco y la casa está en silencio. Me siento frente a la ventana con una taza de café frío entre las manos y me pregunto:
¿En qué momento dejamos de ser indispensables para quienes más amamos? ¿Será que algún día mis hijos entenderán lo que duele esta soledad?
¿Ustedes han sentido este vacío alguna vez? ¿Qué harían si estuvieran en mi lugar?