El Silencio de Mamá: Una Promesa Bajo la Lluvia
—¡No te atrevas a decirle nada, Mariana! —le grité, empapado bajo la lluvia, mientras ella apretaba los puños y me miraba con esos ojos que heredó de mamá, llenos de furia y tristeza.
Era el día del cumpleaños de mamá, y como cada año, Mariana y yo discutíamos sobre cómo agradecerle todo lo que había hecho por nosotros. Yo quería comprarle una licuadora nueva, porque la suya hacía más ruido que el camión de la basura. Mariana insistía en que lo que mamá necesitaba era tiempo con nosotros, no cosas. Pero ¿cómo se agradece a una mujer que ha dado todo? ¿Cómo se compensa una vida entera de sacrificios?
Nuestra historia no empezó con un gran drama, sino con la rutina silenciosa del sacrificio. Mamá, Rosa Elena, llegó a Ciudad de México desde Veracruz con dos niños pequeños y una maleta llena de ropa vieja. Mi papá nos dejó cuando yo tenía cinco años y Mariana tres. Desde entonces, mamá trabajó en la fonda «El Buen Sazón» en la colonia Doctores. Se levantaba antes del sol y regresaba cuando ya sólo quedaban las luces naranjas de los postes encendidas. A veces la escuchaba llorar en la cocina mientras lavaba los trastes, pero al día siguiente nos despertaba con chilaquiles y una sonrisa fingida.
—¿Por qué siempre peleamos por esto? —me preguntó Mariana esa noche, mientras secábamos nuestros tenis mojados junto al ventilador.
—Porque nunca vamos a poder devolverle todo lo que hizo —le respondí, sintiendo un nudo en la garganta.
La verdad es que yo siempre sentí culpa. Cuando tenía 12 años, robé un chocolate en la tienda porque quería ver a mamá sonreír. Cuando lo descubrió, no me regañó; sólo me abrazó y me dijo: “No necesito regalos, hijo. Sólo quiero que seas bueno.” Pero ser bueno no paga la renta ni cura el cansancio de una madre soltera.
Mariana tenía otra forma de ver las cosas. Ella era la rebelde, la que a los 15 años se escapó a una fiesta y regresó borracha. Mamá no le gritó; sólo le preparó un café y se sentó a su lado toda la noche. Desde entonces, Mariana buscaba maneras de compensar ese dolor: buenas calificaciones, ayudar en la fonda, prometer que nunca se iría lejos.
Pero ahora éramos adultos. Yo trabajaba en una tienda de celulares y Mariana daba clases en una primaria pública. La vida seguía siendo difícil: el dinero apenas alcanzaba, el departamento seguía oliendo a humedad y mamá ya tenía las manos llenas de cicatrices por tantos años cocinando.
El día del cumpleaños llegó y Mariana apareció con una caja envuelta en papel azul. Yo había comprado la licuadora en abonos. Nos miramos incómodos mientras mamá abría los regalos.
—¿Y esto? —preguntó mamá al ver la caja de Mariana.
—Es un álbum de fotos —dijo mi hermana—. Con cartas nuestras… y algunas fotos viejas que encontré en Veracruz.
Mamá hojeó el álbum en silencio. Cuando llegó a una foto donde salíamos los tres abrazados frente al Ángel de la Independencia, se le escapó una lágrima.
—Gracias, hijos —susurró—. Pero lo único que quiero es que estén bien… que no se peleen por mí.
Esa noche, mientras lavábamos los platos, Mariana me confesó algo que nunca imaginé:
—¿Sabías que mamá vendió su anillo de bodas para pagar tu inscripción a la prepa?
Me quedé helado. Nunca supe ese detalle. Sentí vergüenza por todas las veces que le reclamé no tener cosas nuevas o por no poder ir a las excursiones escolares.
—¿Y tú cómo lo supiste? —le pregunté.
—La escuché llorar una noche… hablaba sola en la cocina. Decía que ojalá papá hubiera sido diferente, pero que tú valías más que cualquier anillo.
Me fui a dormir con el corazón apretado. Al día siguiente, decidí hablar con mamá.
—Ma… ¿alguna vez te arrepentiste de quedarte con nosotros?
Ella me miró sorprendida y luego sonrió con esa ternura cansada:
—Nunca. Ustedes son mi vida. Si tuviera que hacerlo otra vez, lo haría sin pensarlo.
Pasaron los meses y mamá empezó a enfermarse más seguido. Los médicos decían que era el estrés y los años de trabajo duro. Mariana y yo nos turnábamos para acompañarla al hospital del Seguro Social. En las salas de espera veíamos a otras madres solas, otras historias parecidas a la nuestra.
Un día, mientras esperábamos los resultados de unos estudios, Mariana explotó:
—¡No es justo! ¡Ella merece más! ¿Por qué todo tiene que ser tan difícil para las mujeres como mamá?
Yo no supe qué decirle. Sólo la abracé.
Cuando mamá regresó del consultorio, traía una sonrisa triste:
—No se preocupen tanto por mí… sólo prométanme que van a cuidarse uno al otro cuando yo ya no esté.
Esa noche, Mariana y yo hicimos un pacto: dejaríamos de pelear por cómo agradecerle a mamá y empezaríamos a cuidarnos entre nosotros, como ella siempre quiso.
El tiempo pasó rápido. Mamá falleció un martes lluvioso de noviembre. El departamento se sintió vacío sin su risa ni el olor a café recién hecho. El día del funeral, Mariana y yo nos abrazamos frente al ataúd y supimos que el verdadero agradecimiento no era un regalo ni una carta: era seguir adelante juntos, honrando su memoria en cada pequeño acto cotidiano.
Hoy, cada vez que paso frente a «El Buen Sazón» y veo a otras mujeres trabajando hasta tarde, pienso en mamá y en todas las madres solteras de este país. Me pregunto si alguna vez sabrán cuánto las amamos realmente sus hijos…
¿De verdad podemos devolverles todo lo que hicieron por nosotros? ¿O el agradecimiento más grande es vivir como ellas nos enseñaron: con dignidad, amor y solidaridad?