El silencio de Mariana: una madre en espera

—No me busques. Necesito vivir a mi manera—. Esas palabras, escritas en la pantalla de mi celular, me persiguen cada noche como un eco imposible de callar. Camila era mi única hija. La crié sola, desde que su papá, Julián, decidió que la vida con nosotras era demasiado para él y se fue con otra mujer a Monterrey. Desde entonces, todo lo que fui y todo lo que hice giró alrededor de ella.

Hoy hace exactamente un año desde que recibí ese mensaje. Un año de silencio. Un año de revisar el celular cada mañana y cada noche, esperando ver su nombre en la pantalla, aunque sé que no va a aparecer. A veces empiezo a escribirle algo: «¿Cómo estás, hija?», «¿Necesitas algo?», «Te extraño»… pero siempre borro el mensaje antes de enviarlo. ¿Qué derecho tengo a buscarla si ella me pidió que no lo hiciera?

La gente dice que los hijos se van, que es parte de la vida. Pero nadie te prepara para el vacío que dejan. Nadie te dice cómo llenar los días cuando ya no tienes a quién cuidar. En la colonia donde vivo, en Iztapalapa, las vecinas me miran con lástima. «Ya va a volver, Mariana», me dice doña Lupita mientras barre la banqueta. «Los hijos siempre regresan». Pero yo sé que no siempre es así.

Camila y yo nunca fuimos una familia perfecta. Yo trabajaba doble turno en el hospital como enfermera para poder pagarle la prepa y luego la universidad. Ella siempre fue rebelde, contestona, llena de sueños que yo no entendía. Cuando me dijo que quería estudiar arte y no administración como yo quería, discutimos durante semanas. «Mamá, yo no quiero tu vida», me gritó una vez, con lágrimas en los ojos. «No quiero terminar cansada y sola como tú».

Esa frase me dolió más que cualquier otra cosa en la vida. Pero seguí adelante, pensando que era solo una etapa. Que se le iba a pasar. Que algún día iba a entender todo lo que hice por ella.

La última vez que la vi fue después de una pelea horrible. Había llegado tarde, otra vez, y yo exploté. Le grité cosas terribles: que era una malagradecida, que no sabía lo que era el sacrificio, que si seguía así iba a terminar igual o peor que su padre. Ella solo me miró con esos ojos grandes y oscuros que heredó de mí y dijo: «No quiero volver a esta casa».

Esa noche hizo su maleta y se fue. Al día siguiente recibí el mensaje. Desde entonces, silencio.

He intentado buscarla por todos lados: pregunté a sus amigas, fui a la universidad, incluso fui al taller donde tomaba clases de pintura en Coyoacán. Nadie sabe nada o nadie quiere decirme nada. A veces pienso que la ciudad es demasiado grande para encontrar a una sola persona si no quiere ser encontrada.

Mi hermana Verónica dice que tengo que dejarla ir. «Ya está grande, Mariana», me repite cada vez que hablamos por teléfono desde Puebla. «Tú hiciste lo mejor que pudiste». Pero ¿y si lo mejor no fue suficiente? ¿Y si la lastimé más de lo que ayudé?

Las noches son las peores. Me siento en la sala con una taza de café frío y repaso cada momento de su infancia: cuando le enseñé a andar en bicicleta en el parque Las Américas; cuando lloró porque le rompieron el corazón por primera vez; cuando celebramos su graduación con un pastel barato pero mucho amor. ¿En qué momento dejamos de entendernos? ¿Cuándo se rompió el hilo invisible entre nosotras?

A veces sueño con ella. En mis sueños vuelve a casa, sonriente, y me abraza como cuando era niña. Pero al despertar solo hay silencio y el zumbido lejano del tráfico.

Un día encontré una carta vieja entre sus cosas: «Mamá, gracias por todo lo que haces por mí. Sé que no siempre soy fácil, pero te quiero mucho». La leí tantas veces que las letras empezaron a borrarse con mis lágrimas.

El otro día vi a una muchacha parecida a Camila en el metro Ermita. Mi corazón se aceleró y corrí tras ella entre la multitud, pero cuando se volteó supe que no era mi hija. Me sentí ridícula y derrotada.

A veces pienso en buscar ayuda profesional, pero aquí la gente todavía cree que ir al psicólogo es para locos o ricos. Así que escribo en un cuaderno todo lo que siento, esperando que algún día Camila quiera leerlo y entienda mi dolor.

Hoy es domingo y la casa está más silenciosa que nunca. El olor del café recién hecho ya no llena el aire como antes; ahora solo hay polvo y recuerdos flotando en cada rincón.

Me siento frente al teléfono una vez más y escribo: «Hija, aquí estoy cuando quieras volver». Esta vez no borro el mensaje, pero tampoco lo envío.

¿Hasta cuándo debe esperar una madre? ¿Cuánto amor cabe en el silencio? Si alguna vez has sentido este vacío, dime: ¿cómo se aprende a vivir sin lo único que te daba sentido?