El sobre de la verdad: Cuando la familia pesa más que el dinero
—¿Por qué me das esto, Julián? —le pregunté, sosteniendo el sobre que acababa de deslizarme por debajo de la mesa, mientras mi esposa, Mariana, preparaba café en la cocina.
Julián evitó mirarme a los ojos. Su mano temblaba y su voz era apenas un susurro:
—Solo guárdalo, por favor. Es mejor así.
En ese instante, sentí un escalofrío recorrerme la espalda. No era la primera vez que Julián venía a nuestra casa en la colonia Roma, en Ciudad de México, pero nunca antes había traído consigo ese aire de urgencia y culpa. Mariana siempre decía que su hermano era un soñador, alguien que no sabía cuándo rendirse. Pero yo lo veía diferente: alguien que no sabía cuándo parar de meterse en problemas.
La historia comenzó cinco años atrás, cuando Julián apareció una tarde lluviosa con una propuesta: necesitaba un préstamo para abrir una cafetería en Coyoacán. Mariana me miró con esos ojos grandes y suplicantes que siempre me desarmaban.
—Es mi hermano, Andrés. No tiene a nadie más —me dijo.
Accedí, aunque algo dentro de mí me decía que no era buena idea. El tiempo pasó y el negocio nunca despegó. Julián dejó de contestar mis llamadas y Mariana empezó a evitar el tema. Yo traté de olvidarlo, pero cada vez que veía a Julián en las reuniones familiares, sentía ese peso en el pecho.
Ahora, cinco años después, Julián regresaba con un sobre lleno de billetes. No era poco dinero. Lo conté esa noche: cuarenta mil pesos. ¿De dónde los había sacado? ¿Por qué ahora?
Esa noche no dormí. Mariana notó mi inquietud y me abrazó por la espalda.
—¿Todo bien? —me preguntó.
—¿Sabes algo sobre el dinero que trajo tu hermano? —le respondí directo.
Ella se quedó callada unos segundos demasiado largos.
—Solo sé que quiere arreglar las cosas contigo —dijo al fin, pero su voz tembló.
No insistí. Pero al día siguiente, busqué a Julián en su departamento. Me abrió la puerta con cara de pocos amigos y ojeras profundas.
—¿De dónde sacaste ese dinero? —le solté sin rodeos.
Julián se desplomó en el sillón y se cubrió la cara con las manos.
—No debí involucrarte… ni a Mariana —susurró.
Me contó entonces la verdad: el dinero no era suyo. Era de un prestamista del barrio, Don Chucho, conocido por sus métodos poco ortodoxos para cobrar deudas. Julián había pedido prestado para pagar otras deudas y ahora estaba atrapado en una espiral imposible. El sobre era solo una parte del pago; Don Chucho quería el resto en dos semanas o…
—¿O qué? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
—O me desaparecen —dijo Julián con una risa amarga.
Sentí rabia, miedo y una profunda tristeza. ¿Cómo había llegado a esto? ¿Por qué Mariana no me lo había contado?
Esa noche enfrenté a Mariana. Ella lloró como nunca antes la había visto llorar.
—No quería preocuparte… Pensé que podríamos resolverlo entre nosotros —me confesó entre sollozos.
—¡Pero es mi familia también! —grité sin poder contenerme.
Durante días vivimos en una tensión insoportable. Yo no podía mirar a Mariana sin sentirme traicionado. Ella apenas comía y pasaba horas encerrada en el baño llorando. Julián dejó de contestar mensajes y llamadas.
Una tarde, Don Chucho apareció en mi trabajo. Era un hombre bajo, de bigote grueso y mirada fría. Me llamó aparte y me habló al oído:
—Dígale a su cuñado que no se me esconde. Si no paga, usted también va a tener problemas.
Sentí un miedo visceral. No solo estaba en juego el dinero; ahora era nuestra seguridad.
Esa noche tomé una decisión: vendí mi coche para completar el pago. Fui con Julián a ver a Don Chucho y le entregamos todo el dinero. El prestamista nos miró con desprecio y se fue sin decir palabra.
Julián me abrazó llorando como un niño pequeño.
—Perdóname, Andrés… Te juro que voy a cambiar —me dijo entre lágrimas.
No le respondí. Solo sentí un vacío enorme dentro de mí.
Con el tiempo, las cosas se calmaron en apariencia. Mariana y yo seguimos juntos, pero algo se rompió entre nosotros. La confianza ya no era la misma. Julián consiguió trabajo en una tienda y empezó a pagarme poco a poco lo que debía, pero yo ya no podía verlo igual.
A veces me pregunto si hice lo correcto al ayudarlo o si debí dejarlo enfrentar las consecuencias de sus actos. ¿Hasta dónde debe llegar uno por la familia? ¿Cuánto estamos dispuestos a sacrificar por quienes amamos?
¿Ustedes qué habrían hecho en mi lugar? ¿La familia realmente lo justifica todo?