El sobre que rompió mi vida: El día que mi esposo me pidió el divorcio en mi cumpleaños
—¿Por qué estás tan serio, Ernesto? —le pregunté mientras él sostenía aquel sobre blanco con las manos temblorosas. La fiesta estaba en pleno apogeo: mis nietos corrían entre las mesas, mi hija Lucía reía con sus primas, y la música de Los Ángeles Negros sonaba de fondo. Era mi cumpleaños número sesenta y, aunque la vida me había dado golpes, nunca imaginé que este sería el más fuerte.
Ernesto me miró a los ojos, pero no vi amor ni alegría. Vi miedo, culpa… o tal vez indiferencia. Me entregó el sobre sin decir palabra. Pensé que era una sorpresa: tal vez entradas para ver a Chayanne en el Auditorio Nacional o una escapada a Valle de Bravo. Pero cuando abrí el sobre y vi la palabra «divorcio» en letras negras y frías, sentí que el mundo se partía en dos.
—¿Esto es una broma? —susurré, con la voz quebrada.
Él bajó la mirada. —Lo siento, Marta. Ya no puedo más. No quiero seguir fingiendo.
Sentí que todos los ojos se posaban en mí, aunque nadie sabía lo que ocurría. Me levanté como pude y caminé al baño, cerrando la puerta tras de mí. El espejo me devolvió una imagen desconocida: una mujer con el maquillaje corrido y el corazón hecho trizas.
Recordé cuando llegamos juntos a la Ciudad de México desde Puebla, hace más de treinta años, con dos maletas y un sueño compartido. Ernesto era mi cómplice, mi amigo, el padre de mis hijos. ¿En qué momento dejamos de ser nosotros?
Esa noche, después de que todos se fueron y la casa quedó en silencio, lo enfrenté en la cocina.
—¿Hay otra mujer? —pregunté, sintiendo que la respuesta ya la conocía.
Él asintió. —Se llama Patricia. La conocí en el trabajo. No quise que esto pasara… pero pasó.
Me desplomé en una silla. Pensé en Lucía y en Daniel, nuestros hijos adultos, en mis nietos, en los domingos de comida familiar, en las navidades llenas de risas y tamales. ¿Todo eso era mentira?
—¿Y yo? ¿Qué hago ahora? —pregunté entre lágrimas.
Ernesto no supo qué decir. Salió de la cocina y escuché la puerta cerrarse tras él. Me quedé sola con el eco de su traición.
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones: rabia, tristeza, miedo. Lucía vino a verme al enterarse de todo.
—Mamá, ¿por qué no me dijiste nada? —me abrazó fuerte—. No estás sola, ¿sí?
Pero yo sí me sentía sola. En la colonia todos murmuraban: «¿Supiste lo de Marta y Ernesto?» En la panadería, las miradas se clavaban en mí como cuchillos. Mi hermana Rosa me llamó desde Veracruz:
—Marta, vente unos días conmigo. Aquí te distraes.
Pero no podía dejar mi casa, mis plantas, mis recuerdos… aunque dolieran.
Una tarde encontré una caja con cartas viejas de Ernesto. Las leí una por una: promesas de amor eterno, sueños de viajar juntos a Machu Picchu, planes para cuando nos jubiláramos. ¿En qué momento se rompió todo?
Empecé a notar cosas que antes ignoraba: las veces que Ernesto llegaba tarde del trabajo, su distancia en la mesa, su silencio los domingos por la tarde. ¿Fui yo quien dejó de escuchar? ¿O fue él quien dejó de hablar?
Un día Daniel vino a verme con sus hijos.
—Mamá, papá la regó… pero tú eres fuerte. Siempre lo has sido.
Me abrazó y sentí un poco de paz. Pero las noches seguían siendo largas y frías. Dormía abrazada a una almohada y lloraba en silencio para que nadie me oyera.
La abogada que contraté era joven y directa:
—Marta, usted tiene derechos. No deje que él se quede con todo.
Pero yo no quería pelear por cosas materiales; quería pelear por mi dignidad, por mi historia.
Un sábado fui al mercado de Coyoacán sola por primera vez en años. Compré flores para mí misma y un café con pan dulce. Me senté en una banca y observé a las parejas pasar. Algunas reían, otras discutían. Me pregunté si alguna de ellas terminaría como nosotros.
Empecé a escribir un diario. Cada noche anotaba mis pensamientos:
«Hoy logré sonreírle al portero sin sentir vergüenza. Hoy cociné para mí sola y no lloré al poner la mesa para uno».
Poco a poco fui recuperando pedacitos de mí misma. Lucía me llevó a clases de baile para distraerme.
—¡Ándale mamá! Si nunca aprendiste salsa porque papá era un tronco… ahora es tu oportunidad.
Reímos juntas por primera vez en meses.
La Navidad llegó y fue diferente: menos gente en casa, menos risas… pero más sinceridad. Daniel brindó por «las mujeres valientes» y Lucía me abrazó fuerte.
Un día recibí un mensaje de Ernesto:
—Perdóname por el daño que te hice. Espero que algún día puedas ser feliz sin mí.
No respondí. Cerré los ojos y respiré hondo. No necesitaba su perdón; necesitaba perdonarme a mí misma por haberme olvidado tantos años.
Ahora miro hacia adelante con miedo pero también con esperanza. Sé que muchas mujeres como yo han pasado por esto: después de toda una vida dedicada a la familia, quedarse solas parece una condena… pero también puede ser un renacimiento.
A veces me pregunto si hubiera podido hacer algo diferente para salvar nuestro matrimonio o si simplemente llegó su final natural. ¿Cuántas mujeres callan su dolor por miedo al qué dirán? ¿Cuántas se atreven a empezar de nuevo después de los sesenta?
Hoy me atrevo a soñar otra vez: viajar sola a Oaxaca, aprender a pintar, bailar salsa sin miedo al ridículo…
Y aquí estoy, escribiendo mi historia para ustedes porque sé que no soy la única que ha sentido cómo su vida se rompe en mil pedazos dentro de un sobre blanco.
¿Ustedes qué harían si después de toda una vida les entregan un sobre así? ¿Es posible volver a empezar cuando todo parece perdido?