El sostén que se perdió en su propia bondad: Diario de Víctor

—¡Mamá! ¿Qué pasó? —grité apenas crucé la puerta de la cocina, con el sudor pegado a la camisa y el corazón latiendo como si hubiera corrido desde la fábrica hasta la casa. Mi madre estaba sentada junto a la mesa, la cabeza hundida entre las manos, los hombros temblando. No me miró. Solo se oía su llanto ahogado y el tictac del reloj de pared, ese que heredamos de mi abuelo y que nunca deja de recordarnos el paso del tiempo.

De pronto, la abuela Rosa apareció desde el rincón oscuro, con su bastón golpeando el suelo de cemento. —Te lo advertí, Lupe —le dijo a mi madre con esa voz áspera que siempre me hacía sentir como un niño—. Te lo advertí: no se puede confiar en nadie, ni siquiera en tu propio hijo.

Sentí que el estómago se me encogía. —¿Qué hice ahora? —pregunté, aunque ya intuía la respuesta. Desde que papá murió en ese accidente en la mina de Zacatecas, yo había sido el único hombre en casa. El sostén. El que tenía que resolverlo todo.

Mi hermana menor, Mariana, asomó la cabeza desde el cuarto. Tenía los ojos rojos, como si también hubiera estado llorando. —Víctor… —susurró—. Mamá… perdió el trabajo.

Me quedé helado. Mi madre trabajaba limpiando casas en el barrio de San Juan, cruzando media ciudad en camión cada mañana. Era lo único que nos mantenía a flote cuando yo no podía conseguir suficientes turnos en la fábrica de autopartes. —¿Por qué? —pregunté, aunque ya sabía que la respuesta sería injusta.

—La señora Patricia… dice que ya no necesita ayuda —sollozó mamá—. Que su hija regresó de Monterrey y ahora ella limpia todo.

La abuela bufó. —Eso te pasa por confiar en los ricos. Siempre te usan y luego te tiran como trapo viejo.

Sentí rabia, impotencia, pero sobre todo miedo. ¿Cómo íbamos a pagar la renta este mes? ¿Y los medicamentos de la abuela? ¿Y los útiles de Mariana? Miré mis manos callosas, llenas de grasa y heridas frescas del trabajo. ¿De qué servía tanto esfuerzo si nunca era suficiente?

Esa noche casi no dormí. Escuchaba los suspiros de mamá desde su cuarto y los rezos bajitos de la abuela pidiendo por nosotros. Me levanté antes del amanecer y salí a buscar trabajo extra: cargar cajas en el mercado, limpiar parabrisas en los semáforos, lo que fuera. Pero cada vez que regresaba a casa con unas monedas más, sentía que mi alma se iba desgastando un poco más.

Un día, mientras esperaba el camión bajo el sol ardiente, se me acercó Toño, un viejo amigo del barrio. —Oye, Víctor —me dijo en voz baja—. Si necesitas lana rápido… hay unos tipos que pagan bien por hacer unos encargos.

Lo miré con desconfianza. Sabía lo que eso significaba: meterse con narcos o con gente peligrosa. Pero cuando llegué a casa y vi a Mariana cenando solo un bolillo con café aguado, sentí que no tenía opción.

Esa noche le pregunté a mamá si podía pedirle dinero prestado a la tía Julia en Guadalajara. Ella negó con la cabeza, avergonzada. —Ya le debemos mucho…

La abuela me miró fijo. —No te metas en problemas, Víctor. Prefiero morirme de hambre antes que verte muerto o preso.

Pero yo ya había tomado una decisión. Al día siguiente busqué a Toño y acepté el encargo: llevar un paquete al otro lado de la ciudad y entregarlo sin hacer preguntas. El dinero era bueno; con eso pagué la renta y compré medicinas para la abuela. Pero cada vez que hacía un nuevo encargo, sentía que me alejaba más de quien era.

Una tarde, Mariana me encontró contando billetes en mi cuarto. —¿De dónde sacaste tanto dinero? —me preguntó con esa mirada inocente que siempre me rompía el corazón.

—Estoy trabajando más —mentí.

Ella no me creyó. —No quiero que termines como el papá de Luisito… ¿Te acuerdas? Lo mataron por andar en cosas malas.

Me quedé callado. No podía decirle la verdad: que todo lo hacía por ellas, por mi familia. Que prefería arriesgarme yo antes que verlas sufrir.

Pero los problemas no tardaron en alcanzarme. Una noche, al regresar de uno de esos encargos, vi una patrulla estacionada frente a nuestra casa. Sentí un frío recorriéndome la espalda.

Entré despacio y encontré a mamá hablando con un policía. La abuela estaba sentada en silencio, con las manos apretadas sobre el regazo.

—¿Qué pasa? —pregunté.

El policía me miró serio. —Buenas noches, joven. Solo venimos a preguntar si ha visto algo raro por aquí últimamente. Hubo un robo cerca y dicen que algunos jóvenes del barrio andan metidos en cosas peligrosas.

Mamá me miró con ojos suplicantes. Yo negué todo, pero sentí cómo la culpa me ahogaba.

Esa noche no pude dormir. Me levanté y salí al patio trasero, mirando las luces lejanas de la ciudad y pensando en todo lo que había perdido: mi tranquilidad, mi inocencia… mi bondad.

Al día siguiente decidí dejarlo todo. Fui a buscar a Toño y le dije que no haría más encargos. Él solo se encogió de hombros. —Tú sabrás… pero aquí nadie sale limpio.

Los días siguientes fueron duros. Volví al trabajo honesto aunque apenas alcanzara para sobrevivir. Mamá consiguió limpiar casas otra vez, aunque por menos dinero y más lejos. Mariana empezó a vender dulces en la escuela para ayudar un poco.

La abuela enfermó más seguido; cada vez hablaba menos y rezaba más fuerte por las noches.

Un día llegué a casa y encontré una carta sobre la mesa: era una notificación de desalojo. No habíamos pagado dos meses de renta y el dueño ya no quería esperar más.

Mamá lloraba otra vez; Mariana intentaba consolarla; la abuela solo murmuraba oraciones entre dientes.

Me senté junto a ellas y sentí una rabia inmensa contra el mundo, contra mí mismo… ¿De qué sirve ser bueno si todo te sale mal? ¿Por qué los que más dan son siempre los primeros en perderlo todo?

Esa noche escribí estas líneas en mi diario:

«Hoy siento que mi bondad me ha devorado poco a poco; he dado todo por mi familia y aun así parece nunca ser suficiente. ¿Será que uno debe dejar de ser bueno para sobrevivir aquí? ¿O hay algo más fuerte que nos mantiene luchando aunque todo esté perdido?»

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Vale la pena seguir luchando cuando parece que el mundo solo te devuelve dolor?