El Sueño de la Boda Rota: Entre el Amor y la Dignidad
—¿Mamá, papá, pueden sentarse un momento?— La voz de Camila temblaba, pero sus ojos brillaban con esa mezcla de miedo y esperanza que sólo se ve cuando uno está a punto de saltar al vacío. Mi esposo, Julián, dejó el periódico y yo apagué la estufa. Nos sentamos frente a ella, sintiendo que algo grande estaba por venir.
—Me voy a casar con Daniel— soltó de golpe, como quien arranca una curita. El silencio se apoderó del comedor. Yo sentí un nudo en el estómago, pero sonreí. Camila era nuestra única hija, nuestra razón de ser desde que la trajimos al mundo en un hospital público de Medellín, luchando contra la vida desde el primer día.
—¿Estás segura, mi amor?— pregunté, buscando en su rostro alguna señal de duda.
—Sí, mamá. Lo amo. Y él me ama a mí. Queremos hacer una boda sencilla, pero especial. Algo que nos una a todos— respondió ella, apretando las manos sobre la mesa.
Julián asintió, aunque su ceño fruncido delataba preocupación. Sabíamos que Daniel venía de una familia humilde; su padre, Don Ernesto, vivía en una casa de madera en las afueras del barrio Santo Domingo. Apenas tenía para comer algunos días. Pero el amor no entiende de cuentas bancarias ni de apellidos.
—Cuenta con nosotros, hija— dije, tratando de sonar más segura de lo que me sentía.
Los días siguientes fueron una mezcla de alegría y ansiedad. Camila y Daniel soñaban con una boda en la iglesia del barrio, flores blancas y música vallenata. Nosotros queríamos darle todo lo que merecía, aunque eso significara apretarnos el cinturón aún más. Julián trabajaba doble turno en la fábrica y yo vendía arepas en la esquina para ayudar con los gastos.
Pero pronto surgió el primer obstáculo: Don Ernesto no podía aportar nada para la boda. Ni siquiera podía comprar un traje decente para el gran día. Daniel vino a casa una tarde, cabizbajo.
—Señora Lucía, don Julián… Mi papá no tiene cómo ayudar. Yo tampoco gano mucho en el taller. No quiero que piensen que venimos a aprovecharlos…
Vi el orgullo herido en sus ojos. Julián le puso una mano en el hombro.
—Tranquilo, mijo. Aquí lo importante es el amor que se tienen. Nosotros nos encargamos.
Pero las palabras no bastaron para calmar las aguas. Mi hermana Marta empezó a murmurar:
—¿Y si después se aprovechan? ¿Y si Daniel sólo quiere sacar provecho?— susurraba en las reuniones familiares.
Yo defendía a mi hija con uñas y dientes, pero las dudas se colaban como humedad entre las paredes viejas de nuestra casa.
Un mes antes de la boda, cuando ya habíamos pagado la mitad del salón y encargado el vestido de Camila, Julián perdió su trabajo. La fábrica cerró sin previo aviso; los dueños se largaron dejando a todos en la calle. Recuerdo esa noche como si fuera ayer: Julián llegó empapado por la lluvia, con los ojos rojos y los hombros caídos.
—No sé qué vamos a hacer, Lucía… No tengo cómo pagar lo que falta— murmuró entre sollozos ahogados.
Camila escuchó desde la escalera y bajó corriendo.
—No importa la boda, papá. Podemos casarnos en la casa, con lo que haya— dijo ella, abrazándolo fuerte.
Pero yo veía cómo su sueño se desmoronaba poco a poco. Daniel vino al día siguiente y propuso posponer todo hasta que las cosas mejoraran.
—No quiero ser una carga para ustedes— dijo con voz firme.
Camila lloró toda la noche. Yo también. Sentí rabia contra el mundo, contra la injusticia de vivir siempre al filo del abismo mientras otros derrochan sin pensar.
La familia empezó a dividirse: unos decían que era mejor cancelar todo; otros insistían en ayudar aunque fuera con lo poco que tenían. Marta trajo una bolsa con arroz y frijoles; mi cuñado ofreció prestar unas sillas viejas para la ceremonia improvisada.
Pero Don Ernesto no apareció más por nuestra casa. Me enteré por una vecina que se sentía avergonzado; no quería ser visto como un «mantenido». Daniel empezó a distanciarse también, consumido por la culpa y el orgullo herido.
Una tarde encontré a Camila sentada en el patio, mirando al vacío.
—¿Vale la pena tanto sacrificio por un día?— me preguntó con lágrimas en los ojos.—¿O es mejor dejarlo ir?
No supe qué responderle. El amor debería ser suficiente, pero aquí en nuestra tierra a veces pesa más el qué dirán, el orgullo y la dignidad herida que los sentimientos verdaderos.
Al final, Camila y Daniel decidieron separarse por un tiempo. La boda nunca se hizo; el vestido quedó guardado en el armario como un recuerdo amargo de lo que pudo ser. Julián consiguió trabajo meses después, pero nada volvió a ser igual entre nosotros.
A veces me pregunto si hicimos bien en intentar darles todo o si debimos dejar que ellos resolvieran las cosas a su manera. ¿Cuántos sueños se rompen cada día en nuestras familias por culpa del dinero y el orgullo? ¿Vale más una fiesta o la felicidad verdadera?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Hasta dónde llegarían por ver feliz a un hijo?