El Sueño de la Casa Propia: Un Préstamo que Nos Rompió

—¿Por qué no podemos tener lo que todos tienen, Julián? —le grité una noche, mientras la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestro pequeño departamento en el centro de Puebla.

Él me miró con esos ojos cansados, llenos de resignación y orgullo. —No confío en los bancos, Mariana. No voy a endeudarme con esos buitres. ¿No ves cómo terminan todos?—

Pero yo sí veía. Veía a mis amigas mudándose a casas nuevas, pintando paredes, colgando cortinas, celebrando cumpleaños en patios propios. Veía a mi madre, que aún pagaba renta después de 40 años, y sentía ese miedo de repetir su historia. Yo quería un hogar, no solo un techo.

Pasaron los meses y la presión crecía. Los precios subían, los sueldos no. Yo trabajaba en una papelería, Julián era chofer de Uber. Cada peso contaba. Discutíamos por todo: por el gas, por la comida, por el futuro que no llegaba.

Una tarde, mientras doblaba ropa, encontré un sobre escondido entre las camisas de Julián. Era un estado de cuenta del Banco Azteca. Mi corazón se detuvo. El saldo era enorme: 250 mil pesos. Había pagos atrasados, intereses altísimos. Sentí que me faltaba el aire.

Esa noche lo enfrenté. —¿Qué es esto, Julián? ¿Por qué me mentiste?—

Él bajó la cabeza. —No quería preocuparte… Pensé que podía manejarlo. Quería darte la casa que tanto sueñas.—

—¿Y ahora qué? ¿Cómo vamos a pagar esto?—

Las lágrimas me ardían en la garganta. Sentí rabia, miedo y una tristeza infinita. No era solo el dinero; era la traición, la mentira, el peso de saber que todo podía venirse abajo.

Los días siguientes fueron un infierno. Las llamadas de cobranza no paraban. Amenazaban con embargar lo poco que teníamos. Yo ya no dormía; Julián tampoco. Empezamos a pelear por cualquier cosa: por el arroz quemado, por el ruido de los vecinos, por la vida que no era como la habíamos soñado.

Una tarde, mi hermana Lucía vino a visitarme. Me encontró llorando en la cocina.

—¿Qué te pasa, Mana?—

Le conté todo entre sollozos. Ella me abrazó fuerte y me dijo: —No eres la única, Mariana. A mí también me pasó con Ernesto. Estos préstamos son una trampa.—

Me sentí menos sola, pero igual de perdida.

Julián intentó conseguir otro trabajo, pero no había nada fijo. Yo empecé a vender postres en la escuela de mi hijo para juntar algo extra. Pero los intereses crecían más rápido que nuestros ingresos.

Una noche, después de una pelea especialmente fea, Julián se fue de la casa. No supe de él por dos días. Pensé lo peor: que se había ido para siempre o que algo le había pasado.

Cuando volvió, estaba demacrado y ojeroso. Se arrodilló frente a mí y lloró como nunca lo había visto llorar.

—Perdóname, Mariana. Solo quería darte lo que mereces.—

Lo abracé fuerte, pero dentro de mí algo se había roto.

Empezamos a buscar ayuda. Fuimos a PROFECO, hablamos con abogados comunitarios, intentamos negociar con el banco. Nos humillaron, nos gritaron, nos trataron como criminales por deber dinero.

La familia opinaba sin saber: mi suegra decía que era mi culpa por presionar tanto; mi mamá decía que Julián era un irresponsable. Los amigos se alejaron poco a poco.

Un día recibimos una notificación: si no pagábamos en dos semanas, vendrían por nuestras cosas.

Vendimos lo poco de valor que teníamos: la televisión, el microondas, hasta mi bicicleta vieja. Aun así, no alcanzaba.

La última noche antes del embargo, Julián y yo nos sentamos en el suelo del cuarto vacío y lloramos juntos.

—¿En qué momento perdimos todo?— susurró él.

No supe qué responderle.

Al final tuvimos que mudarnos con mi mamá. Compartimos cuarto con nuestro hijo y dormimos en un colchón en el piso. La vergüenza me quemaba cada vez que veía a mi madre levantarse temprano para ir a limpiar casas ajenas.

Pasaron los meses y aprendimos a vivir con menos. Julián consiguió trabajo en una bodega; yo seguí vendiendo postres y ayudando en la papelería. Poco a poco fuimos pagando lo más urgente del préstamo.

Pero algo había cambiado entre nosotros. La confianza ya no era la misma; las heridas seguían abiertas.

A veces me pregunto si valía la pena soñar con una casa propia en este país donde todo cuesta tanto y donde los bancos te atrapan sin piedad.

¿Hasta cuándo vamos a vivir así? ¿Cuántas familias más tienen que pasar por esto antes de que algo cambie?

¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido que un sueño se convierte en pesadilla?