El susurro de los libros: una vida entre la soledad y el amor inesperado

—¿Por qué siempre te sentás en la misma mesa? —me preguntó una voz suave, interrumpiendo el silencio que tanto apreciaba en la biblioteca del barrio de Almagro. Levanté la vista y vi a un hombre de unos cincuenta años, cabello entrecano y ojos oscuros llenos de curiosidad. No supe qué responderle. Me limité a sonreír, incómoda. Él se sentó frente a mí sin pedir permiso, como si supiera que yo necesitaba compañía aunque no lo admitiera.

Me llamo Mariana. Tengo 54 años y, hasta ese día, mi vida había sido una sucesión de rutinas y silencios. Nunca tuve una pareja estable; mis relaciones duraban lo que dura un suspiro en invierno. Después de la universidad, volví a casa para cuidar a mi mamá, que luchaba contra un cáncer que la fue apagando poco a poco. Cuando ella se fue, sentí que el mundo se volvía aún más pequeño y silencioso. Luego, la vida me jugó otra mala pasada: una enfermedad autoinmune me obligó a dejar mi trabajo como maestra y a encerrarme aún más en mi propio mundo.

La soledad dejó de dolerme con los años; se volvió parte de mi piel, como una cicatriz vieja. Mis amigas se casaron, tuvieron hijos, viajaron. Yo me quedé en el mismo departamento de siempre, rodeada de libros y recuerdos. Mi hermano, Gustavo, vive en Córdoba y apenas llama para los cumpleaños. A veces me preguntaba si era yo la que había elegido esta vida o si simplemente me resigné a ella.

Pero ese día en la biblioteca, cuando Tomás —así se presentó— se sentó frente a mí con un libro de Borges bajo el brazo, algo cambió. No fue amor a primera vista ni nada parecido; fue más bien una sensación de alivio, como si alguien hubiera abierto una ventana después de años de encierro.

—¿Te gusta Borges? —me preguntó.
—Me gusta perderme en sus laberintos —respondí, sorprendida por mi propia sinceridad.

Así empezó todo: charlas tímidas entre estantes polvorientos, cafés improvisados en el barcito de la esquina, caminatas lentas por Parque Centenario. Tomás era viudo desde hacía cinco años. Tenía una hija que vivía en México y un perro viejo llamado Charly. Compartíamos el mismo miedo al futuro y la misma nostalgia por lo que nunca fue.

Una tarde, mientras llovía y las calles parecían espejos rotos, Tomás me tomó la mano por primera vez. Sentí un temblor en el pecho, como si tuviera veinte años otra vez. Pero enseguida apareció esa voz interna que siempre me frenaba:

—¿No será demasiado tarde para esto? —le pregunté en voz baja.
—Nunca es tarde para sentir —me respondió él, apretando mi mano con fuerza.

No todo fue fácil. Mi hermano Gustavo llamó un domingo después de meses de silencio. Cuando le conté sobre Tomás, su reacción fue fría:

—¿Y vos pensás que ahora vas a empezar una vida nueva? ¿No te parece ridículo?

Sentí rabia y tristeza. ¿Por qué la gente cree que hay una edad para amar o para cambiar? ¿Por qué nos condenan al silencio solo porque ya no somos jóvenes?

Tomás también tenía sus fantasmas. Su hija Lucía no veía con buenos ojos que su padre tuviera una relación nueva. «No quiero que te lastimen», le decía por videollamada desde Monterrey. A veces él llegaba a la biblioteca con el ceño fruncido y los hombros caídos.

Pero juntos aprendimos a reírnos del qué dirán. Empezamos a salir más seguido: al cine Gaumont, a ferias de libros usados en San Telmo, a conciertos gratuitos en la Usina del Arte. Descubrí que todavía podía emocionarme con cosas simples: un mate compartido en la plaza, una carta escrita a mano, una canción vieja en la radio.

Sin embargo, los problemas cotidianos no desaparecieron. Mi salud seguía siendo frágil; había días en los que apenas podía levantarme de la cama. Tomás tenía que cuidar a Charly y viajar seguido a La Plata por trámites familiares. A veces discutíamos por tonterías: quién iba a pagar el café, si era mejor leer poesía o novela, si debíamos presentarnos como pareja ante los vecinos.

Una noche, después de una discusión absurda sobre política —él era peronista hasta la médula; yo prefería no hablar del tema—, me encerré en el baño y lloré como hacía años no lloraba. Me miré al espejo y vi a una mujer cansada pero viva. Pensé en mi mamá y en todas las veces que me dijo: «No te acostumbres al dolor, hija».

Al día siguiente, Tomás apareció con flores marchitas y una sonrisa tímida.
—Perdoname —me dijo—. No quiero perderte por una pavada.

Nos abrazamos largo rato. Sentí que el tiempo se detenía y que todo lo vivido —el dolor, la soledad, las pérdidas— tenía sentido solo porque me había traído hasta ese momento.

Hoy escribo esto desde mi mesa habitual en la biblioteca. Tomás está sentado frente a mí, leyendo en silencio pero atento a cada uno de mis movimientos. Afuera llueve otra vez y las calles huelen a tierra mojada.

A veces me pregunto: ¿Cuántas vidas dejamos pasar por miedo o por costumbre? ¿Cuántas veces nos negamos la oportunidad de empezar de nuevo solo porque creemos que ya es tarde?

Tal vez nunca sea tarde para abrir una ventana y dejar entrar el aire fresco. ¿Ustedes qué piensan? ¿Se animarían a empezar otra vez?