El testamento: Cuando mi hermano se volvió un extraño

—¿Así que eso es todo lo que valgo para ti? —grité, con la voz quebrada, mientras sostenía el sobre amarillento del notario en mis manos temblorosas.

Mi hermano, Julián, no me miraba. Estaba sentado al borde de la cama de nuestro padre, que aún olía a su colonia barata y a los rezos de mamá. Afuera, el calor de diciembre hacía vibrar las paredes de nuestra casa en San Miguel de Tucumán, pero adentro el frío era otro: el de la traición.

Nunca imaginé que el día que enterramos a papá sería el mismo en que perdería a Julián. Crecí creyendo que los hermanos eran para siempre, que nada podía romper ese lazo. Pero cuando el abogado leyó el testamento, algo se quebró entre nosotros. Papá había dejado la casa a nombre de los dos, pero los ahorros —lo poco que había juntado vendiendo empanadas en la plaza y arreglando radios viejas— estaban a nombre de Julián. «Para que él se haga cargo de tu mamá y tu hermana», decía la carta manuscrita. Pero yo sabía lo que eso significaba: Julián tenía el control.

—No es así, Ana —dijo él, por fin, con esa voz ronca que heredó de papá—. Es lo que él quiso.

—¿Y vos? ¿Qué querés vos? —le respondí, sintiendo cómo se me llenaban los ojos de lágrimas.

Mamá estaba sentada en la cocina, rezando en silencio, como si su fe pudiera pegar los pedazos rotos de nuestra familia. Mi hermana menor, Lucía, apenas tenía 14 años y no entendía nada. Yo tenía 27 y sentía que me habían arrancado el piso bajo los pies.

Las semanas siguientes fueron un infierno. Julián empezó a cambiar las cerraduras, a decidir quién podía entrar y quién no. «Es por seguridad», decía. Pero yo sabía que era para marcar territorio. Un día llegué y mis cosas estaban apiladas en bolsas negras en el patio.

—¿Qué hacés? —le pregunté, furiosa.

—Ana, no podemos vivir todos juntos. Mamá y Lucía se quedan. Vos ya sos grande, buscate algo —me dijo, sin mirarme a los ojos.

Sentí un puñal en el pecho. ¿Cómo podía echarme así? ¿No éramos hermanos? ¿No habíamos compartido la misma cama cuando había tormenta y nos daba miedo el trueno?

Me fui a dormir al sillón de una amiga del trabajo. Cada noche lloraba en silencio, preguntándome en qué momento Julián se había convertido en ese extraño. Mis tías llamaban para preguntar por la herencia, como si papá fuera solo un número en una cuenta bancaria. Nadie preguntaba cómo estábamos realmente.

Un domingo volví a casa para buscar unos libros y encontré a Julián discutiendo con mamá.

—¡No podés vender la moto de papá! Era lo único que le quedaba —decía ella, con los ojos rojos.

—Necesitamos plata, má. No alcanza para todos —respondió él, sin levantar la vista.

Me acerqué despacio y le hablé bajito:

—Julián, no hace falta llegar a esto. Podemos buscar ayuda, hablar con un abogado…

Él me miró como si fuera una extraña:

—¿Ayuda? ¿De quién? ¿De vos? Vos solo querés tu parte y listo.

Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿En qué momento dejamos de ser nosotros contra el mundo? ¿Cuándo empezó esta guerra?

Los días pasaban y la casa se llenaba de silencios incómodos. Mamá apenas comía. Lucía se encerraba en su cuarto con los auriculares puestos. Yo trabajaba doble turno para juntar plata y soñar con alquilar un monoambiente lejos de todo ese dolor.

Una noche recibí un mensaje de Julián: «Venite mañana temprano. Hay que hablar».

No dormí nada esa noche. Llegué a casa con el corazón en la boca. Julián estaba sentado en la mesa del comedor, con una carpeta llena de papeles.

—Mirá —dijo, señalando los documentos—. Si firmás esto, te doy una parte ahora y te olvidás del resto. Así cada uno sigue su vida.

Me quedé helada. Era como si me estuviera pidiendo que renunciara a mi familia por un puñado de billetes.

—¿Eso es lo que querés? ¿Que desaparezca? —le pregunté, con la voz rota.

Julián apretó los labios y bajó la cabeza:

—No sé qué quiero, Ana. Solo sé que esto me está matando.

Por primera vez vi a mi hermano llorar desde que éramos chicos. Me senté a su lado y lloramos juntos, como dos niños perdidos en medio de una tormenta.

Pero nada volvió a ser igual después de ese día. Firmé los papeles porque ya no tenía fuerzas para pelear. Me mudé lejos y empecé de cero. Mamá me llamaba cada tanto, pero las conversaciones eran cortas y llenas de silencios incómodos.

A veces sueño con papá sentado en la galería, tomando mate y riéndose fuerte. En esos sueños Julián y yo somos otra vez hermanos, sin rencores ni cuentas pendientes.

Hoy miro hacia atrás y me pregunto: ¿vale la pena dejar que el dinero destruya lo poco que nos queda? ¿Cuántas familias más se rompen por un testamento mal escrito o por palabras no dichas?

¿Ustedes qué harían si su propio hermano se volviera un extraño por culpa de una herencia?