El testamento de la abuela Rosa: años de cuidado y una traición inesperada
—¿Por qué, abuela? ¿Por qué me hiciste esto?—. Mi voz temblaba, apenas un susurro ahogado por el llanto, mientras sostenía entre mis manos el sobre amarillo que contenía el testamento. La sala estaba llena de murmullos y miradas esquivas; mis primos fingían no escuchar, pero yo sentía el peso de sus ojos sobre mi espalda. Afuera, el sol de Jalisco caía a plomo sobre los tejados, indiferente a mi dolor.
Recuerdo la primera vez que llegué a la casa de mi abuela Rosa. Tenía ocho años y mi mamá me dejó allí con una maleta pequeña y un beso apurado. «Pórtate bien, Mariana», me dijo antes de subirse al camión de regreso a Guadalajara. Desde entonces, cada verano era mío y de la abuela: hacíamos tamales juntas, regábamos las bugambilias y me contaba historias de cuando ella era joven y bailaba danzón en la plaza del pueblo.
Con los años, la abuela fue perdiendo fuerzas. Cuando cumplí diecisiete, mamá se fue a Estados Unidos a buscar trabajo y yo me quedé definitivamente con Rosa. Dejé la prepa para cuidar de ella: le preparaba sus medicinas, la ayudaba a bañarse, le leía cartas viejas que guardaba en una caja de galletas. Mis tías venían sólo en Navidad o cuando había fiesta patronal; mis primos ni eso. Yo era la única que estaba ahí cuando la abuela lloraba por las noches extrañando a su esposo o cuando se le olvidaba mi nombre y me llamaba «Lupita», como a su hermana muerta.
—Mariana, tú eres mi niña— me decía a veces, acariciándome el cabello con manos temblorosas—. No sé qué haría sin ti.
Por eso, cuando el abogado llegó esa tarde con el testamento, yo no tenía dudas: la casa sería para mí. No por ambición, sino porque era lo justo. Había sacrificado mi juventud, mis estudios, hasta mi primer amor —un muchacho llamado Emiliano que se fue a Monterrey porque yo no podía dejar sola a la abuela—. Todo lo hice por ella.
El abogado leyó en voz alta: «Dejo mi casa y todos mis bienes a mi hijo mayor, José Luis Ramírez». Sentí un golpe seco en el pecho. José Luis, mi tío, el mismo que no venía desde hacía cinco años, que sólo llamaba para pedir dinero o preguntar si la abuela seguía viva. El resto del testamento repartía cosas pequeñas entre mis tías y primos: una medalla de oro aquí, un juego de platos allá. Para mí… una carta.
Temblando, abrí el sobre. La letra de la abuela era torpe pero reconocible:
«Mariana querida,
Sé que esto te dolerá y te pido perdón. No puedo dejarte la casa porque tu mamá y tus tíos nunca lo aceptarían; temo que te harían daño o te quitarían todo por la fuerza. Quiero que uses este dinero (había un billete de mil pesos dentro) para empezar tu vida lejos de aquí si así lo deseas. Te amo más que a nadie en este mundo.
Rosa»
El silencio en la sala era espeso. Mi tío José Luis sonreía satisfecho; mis tías evitaban mirarme. Sentí rabia, tristeza y una soledad tan grande que pensé que me ahogaría ahí mismo.
Esa noche no pude dormir. Escuché a mis primos celebrar en la cocina mientras yo repasaba cada momento vivido con la abuela: los días de lluvia jugando lotería, las noches en vela cuidando su fiebre, los abrazos cuando me sentía sola. ¿Todo eso no valía nada? ¿Era posible que el miedo y las presiones familiares pesaran más que el amor?
Al día siguiente, enfrenté a mi mamá por teléfono:
—¿Tú sabías lo del testamento?
—Ay, hija… tu abuela tenía miedo de tus tíos. Aquí las cosas no son tan fáciles como parecen.
—¿Y yo? ¿Quién pensó en mí?
Colgué antes de escuchar su respuesta. Caminé por el pueblo sintiendo que todos sabían mi vergüenza. Doña Chuy me miró con lástima desde su tienda; don Ernesto me ofreció un bolillo gratis que rechacé con un nudo en la garganta.
Pasaron los días y la casa se llenó de extraños: albañiles, abogados, gente revisando papeles. Mi tío José Luis me pidió que desalojara cuanto antes porque «iba a rentar los cuartos». Recogí mis cosas —pocas ropas, fotos viejas, una muñeca rota— y salí sin mirar atrás.
Me fui a vivir con una amiga al centro del pueblo. Conseguí trabajo limpiando casas y vendiendo pan dulce en las tardes. Cada noche lloraba por la abuela y por todo lo perdido: mi hogar, mi familia, mi futuro soñado.
Un día encontré a Emiliano en el mercado. Me preguntó por la abuela y le conté todo entre lágrimas. Me abrazó fuerte:
—Tú vales más que cualquier casa o testamento, Mariana. No dejes que te quiten también tu dignidad.
Sus palabras me dieron fuerzas para seguir adelante. Empecé a ahorrar; retomé mis estudios en línea y soñé con irme algún día a Guadalajara o incluso más lejos.
Pero todavía hoy, cuando paso frente a la vieja casa pintada de azul y escucho risas ajenas tras las ventanas, me pregunto: ¿Por qué el miedo puede más que el amor? ¿Cuántas Marianas hay en México y Latinoamérica sacrificando todo por sus familias sólo para recibir traición?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Vale la pena darlo todo por quienes no saben valorar nuestro sacrificio?