El testamento de la discordia: todo para mi cuñado, nada para mi esposo

—¿Por qué, mamá? ¿Por qué a él todo y a nosotros nada?—. La voz de mi esposo, Julián, temblaba mientras apretaba el sobre arrugado del testamento. Yo estaba sentada a su lado, con las manos heladas y el corazón latiendo tan fuerte que sentía que todos en la sala podían oírlo. Mi cuñado, Esteban, miraba al suelo, sin atreverse a levantar la vista. La abogada cerró la carpeta y el silencio se hizo más pesado que nunca en la casa de la colonia Roma, donde tantas veces celebramos cumpleaños y navidades.

No podía creerlo. Después de veinte años de matrimonio, de cuidar a mi suegra cuando enfermó, de sacrificar fines de semana y hasta vacaciones para estar con ella, todo lo que dejó —la casa, el pequeño departamento en Cuernavaca, los ahorros— era para Esteban. Ni una palabra para Julián. Ni una mención. Como si nunca hubiera existido.

Me mordí los labios para no llorar frente a todos. Mi suegro, don Ernesto, solo bajó la cabeza y murmuró: —Así lo quiso tu madre, hijo. No hay nada que hacer—. Pero yo sí quería hacer algo. Quería gritar, romper algo, exigir una explicación. ¿Por qué? ¿Por qué esa injusticia?

Esa noche, mientras Julián se encerró en el baño y yo me quedé sola en la sala, recordé todos los años en que fuimos los primeros en llegar cuando mi suegra necesitaba algo. Cuando Esteban se fue a Monterrey a trabajar y apenas llamaba una vez al mes, fuimos nosotros quienes la acompañamos al hospital, quienes le llevamos comida y le leímos sus novelas favoritas. ¿Eso no valía nada?

Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. Julián apenas hablaba. Yo trataba de animarlo, pero él solo repetía: —No quiero hablar de eso—. En las reuniones familiares, Esteban intentaba acercarse, pero Julián lo evitaba. Mi suegro me miraba con lástima y las tías cuchicheaban a mis espaldas: «Pobre Julián, pero así son las cosas».

Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a mis hijos discutir en el cuarto:

—¿Por qué el abuelo ya no quiere venir?— preguntó Camila.

—Mamá dice que están peleados por la abuela— respondió Emiliano.

Sentí un nudo en la garganta. ¿Qué ejemplo les estábamos dando? ¿Que la familia se rompe por dinero? ¿Que el cariño se mide en propiedades?

Una noche, después de cenar en silencio, me armé de valor y le pregunté a Julián:

—¿No crees que deberíamos hablar con Esteban? Quizá él tampoco entiende por qué mamá hizo esto.

Julián me miró con los ojos rojos:

—¿Para qué? Ya está hecho. Siempre fui el hijo invisible para ella. Nunca fui suficiente.

Me dolió escucharlo. Recordé cómo su madre siempre prefería a Esteban: le celebraba sus logros, le perdonaba sus errores, le guardaba su comida favorita. A Julián le exigía más, le criticaba todo. Yo pensaba que era porque lo quería más, pero ahora entendía que era porque nunca lo aceptó del todo.

Un día recibí una llamada inesperada de Esteban:

—Mariana, ¿puedes venir a la casa? Quiero hablar contigo—.

Fui con el corazón acelerado. Me recibió en la sala vacía, rodeados de cajas con las cosas de mi suegra.

—No sé por qué mamá hizo esto— dijo Esteban con voz cansada—. Yo tampoco lo entiendo. Si quieres, podemos vender el departamento y repartirlo.

Me quedé callada. Por un momento sentí alivio, pero luego pensé en Julián: ¿aceptar ese dinero sería traicionar su dolor? ¿O sería justo reclamar lo que nos correspondía?

Esa noche le conté a Julián lo que Esteban había propuesto. Él negó con la cabeza:

—No quiero nada de él ni de mamá. Solo quiero entender por qué nunca fui suficiente.

Me senté a su lado y lo abracé. Lloró como nunca antes lo había visto llorar.

Los meses pasaron y la herida no sanaba. La familia se dividió: algunos apoyaban a Esteban, otros nos miraban con compasión o con reproche. Yo empecé a sentirme una extraña en las reuniones familiares; las miradas, los comentarios velados: «Eso pasa por esperar algo de los demás».

Un día decidí buscar respuestas por mi cuenta. Revisé cartas viejas de mi suegra, fotos antiguas, hablé con las tías más viejas. Descubrí cosas que nunca imaginé: cuando Julián era niño, su madre sufrió una depresión profunda tras perder un bebé; desde entonces se distanció emocionalmente de él y volcó todo su amor en Esteban, el menor. No era culpa de Julián ni mía; era una herida vieja que nunca sanó.

Le conté todo a Julián y lloramos juntos por lo que nunca fue y nunca será.

Hoy han pasado dos años desde aquel día del testamento. Seguimos luchando por sanar como familia. A veces pienso que el dinero solo fue la excusa para sacar a la luz viejas heridas que nunca quisimos ver.

Y ahora me pregunto: ¿cuántas familias más se rompen por secretos y silencios? ¿Vale la pena dejar que el pasado nos robe el presente?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Perdonarían o seguirían buscando justicia?