El testamento de mamá: entre el dolor y el perdón
—¿Por qué, mamá? —susurré, con la voz quebrada, mientras sostenía el sobre amarillo entre mis manos temblorosas. El ventilador del techo giraba lento, como si también dudara en avanzar, y la luz de la tarde se colaba por la ventana del cuarto de mamá, tiñendo todo de un naranja triste. Mi hermana Lucía estaba sentada en la orilla de la cama, con los ojos hinchados de tanto llorar desde el velorio. Yo no podía llorar. No todavía.
Habían pasado apenas dos días desde que enterramos a mamá en el cementerio de San Pedro, bajo ese sol que no perdona ni a los muertos. La casa olía a café recalentado y flores marchitas. Papá se había encerrado en su cuarto y no quería hablar con nadie. Yo me sentía sola, aunque Lucía estuviera ahí, tan cerca y tan lejos al mismo tiempo.
Encontré el testamento por casualidad, buscando una foto para poner en el altar. Estaba en su mesa de noche, junto a la Biblia y una estampita de la Virgen de Guadalupe. El sobre tenía mi nombre escrito con su letra redonda: «Para Mariana». Dudé antes de abrirlo, pero algo dentro de mí me empujó a hacerlo.
Lo leí una vez. Luego otra. Y otra más. No podía creerlo. Mamá había dejado la casa —nuestra casa, la que construyeron ella y papá con tanto esfuerzo— solo a Lucía. A mí me dejaba una carta y algunas joyas antiguas que habían sido de mi abuela. Nada más.
—¿Qué pasa? —preguntó Lucía, al verme tan pálida.
Le mostré el papel sin decir palabra. Ella lo leyó rápido, mordiéndose el labio como hacía cuando estaba nerviosa. Luego me miró con esos ojos grandes y oscuros que siempre parecían comprenderlo todo.
—Mariana… yo no sabía nada —dijo, casi en un susurro.
No contesté. Sentí que algo se rompía dentro de mí, como un vaso que cae al suelo y se hace trizas. ¿Por qué mamá haría algo así? Siempre nos trató igual: los mismos regalos en Navidad, los mismos abrazos cuando teníamos miedo a la tormenta, las mismas palabras dulces antes de dormir.
Esa noche no pude dormir. Me quedé mirando el techo, escuchando los ruidos de la casa: el crujido de la madera vieja, el zumbido lejano de una moto pasando por la calle, los sollozos ahogados de papá detrás de su puerta cerrada. Pensé en todas las veces que mamá me defendió cuando papá se enojaba por mis malas notas; en cómo me enseñó a hacer tortillas y a bailar cumbia en la cocina mientras reíamos a carcajadas.
Pero ahora todo eso parecía mentira. ¿De verdad me quiso igual que a Lucía? ¿O siempre fui la segunda opción?
Al día siguiente, la noticia corrió como pólvora entre los parientes. Tía Rosa llegó temprano, con su voz chillona y su perfume barato inundando la sala.
—¡Ay, Mariana! ¿Cómo es posible? ¿Por qué tu mamá haría eso? —me preguntó frente a todos.
No supe qué responder. Sentí las miradas clavadas en mí: algunos con lástima, otros con curiosidad morbosa. Lucía intentó defenderme:
—No es justo que hablen así —dijo—. Mamá tenía sus razones.
Pero nadie le hizo caso. Pronto empezaron los rumores: que si yo era adoptada (¡qué tontería!), que si mamá siempre prefirió a Lucía porque era más estudiosa, que si yo le había dado más problemas… Cada palabra era como una espina clavándose más hondo.
Esa tarde discutí con Lucía por primera vez en años.
—¿Tú sabías algo? —le pregunté, casi gritando.
—¡Claro que no! —respondió ella, ofendida—. ¿Cómo puedes pensar eso?
—Pues parece que sí —dije, con rabia—. Siempre fuiste la favorita y yo fui invisible.
Lucía se echó a llorar y salió corriendo del cuarto. Me quedé sola otra vez, con el testamento apretado en el puño.
Pasaron los días y la tensión creció como una nube negra sobre la casa. Papá seguía ausente; los vecinos murmuraban; algunos amigos dejaron de llamarme. Yo iba al trabajo como un robot, sin ganas de nada. Todo me recordaba a mamá: el olor del pan recién hecho en la panadería donde trabajo; las canciones viejas en la radio; las plantas del jardín que ella cuidaba con tanto amor.
Una noche, mientras regaba las bugambilias del patio, encontré a Lucía sentada en las escaleras, abrazando sus rodillas.
—Perdóname —me dijo—. No sé cómo arreglar esto.
Me senté a su lado sin mirarla.
—No es tu culpa —susurré—. Pero tampoco puedo perdonar a mamá… todavía no.
Lucía me tomó la mano y lloramos juntas bajo las estrellas. Por primera vez sentí que tal vez algún día podría entender lo que mamá hizo… o al menos aprender a vivir con ello.
Unas semanas después encontré la carta que mamá me dejó junto con las joyas. La leí despacio, saboreando cada palabra:
«Mi Mariana querida,
Sé que esto te dolerá y ojalá pudiera explicártelo mejor en persona. La casa fue un regalo de mi madre para Lucía antes de morir; fue su última voluntad y yo solo cumplí su deseo. Pero tú eres mi corazón valiente, mi alegría inesperada… Las joyas son tuyas porque pertenecieron a mujeres fuertes de nuestra familia y sé que tú sabrás honrarlas. Perdóname si alguna vez te hice sentir menos; para mí siempre fuiste igual de amada.
Con todo mi amor,
Mamá»
Lloré como nunca antes. Lloré por mamá, por Lucía, por mí misma… por todo lo que nunca dijimos y todo lo que aún nos quedaba por sanar.
Hoy sigo luchando con el dolor y el resentimiento, pero también con el deseo de perdonar y seguir adelante. ¿Es posible reconciliarse con un pasado tan doloroso? ¿Ustedes han sentido alguna vez que el amor de una madre puede doler tanto como sanar?