El testamento de mamá: herencia, culpa y secretos familiares
—¿Así que ya te crees dueña de todo, Lucía? —La voz de mi tía Rosa retumbó en el pasillo, tan fría como el mármol del piso. Apenas habían pasado dos días desde el funeral de mamá y ya la casa olía a reproches y resentimientos.
No respondí. Me quedé parada junto a la puerta del departamento, ese mismo que mamá cuidó con tanto esmero durante años en el barrio San Cristóbal, en Buenos Aires. El mismo donde aprendí a leer sentada en la alfombra raída del living, donde mamá cocinaba su famoso guiso de lentejas cada invierno y donde los domingos olían a sopa y pan casero.
—No es justo, Lucía —insistió mi primo Javier, cruzado de brazos—. Todos ayudamos a cuidar a la abuela cuando se enfermó. ¿Por qué solo vos te quedás con el departamento?
Sentí un nudo en la garganta. Miré a mi hermano menor, Tomás, esperando que dijera algo en mi defensa. Pero él solo bajó la mirada, jugando con las llaves en el bolsillo.
La abogada había leído el testamento esa mañana. Mamá me había dejado el departamento a mí. «Por ser quien estuvo siempre», decía la carta que acompañaba el documento. Nadie sabía de esa carta, solo yo. Y ahora todos me miraban como si hubiera robado algo sagrado.
Me senté en la vieja silla de la cocina, la misma donde mamá se sentaba a pelar papas mientras me contaba historias de su infancia en Corrientes. Cerré los ojos y por un momento sentí su mano cálida sobre mi hombro.
—No pedí nada de esto —susurré, más para mí que para ellos.
Pero nadie escuchó. La familia se fue marchando uno a uno, dejando tras de sí un silencio espeso y hostil. Solo Tomás se quedó, apoyado en el marco de la puerta.
—¿Por qué vos, Lucía? —preguntó en voz baja—. ¿Por qué no lo compartimos?
Me dolió su pregunta porque yo también me la hacía. ¿Por qué yo? ¿Por qué mamá no habló con nosotros antes? ¿Por qué dejó este peso sobre mis hombros?
Esa noche no pude dormir. Caminé por el departamento como un fantasma, tocando las paredes, oliendo las cortinas impregnadas de lavanda y cigarrillos baratos. En cada rincón veía a mamá: regando las plantas del balcón, riendo con sus amigas del barrio, peleando con papá antes de que él se fuera para siempre.
Al día siguiente, Rosa volvió con una carpeta llena de papeles.
—Vamos a impugnar el testamento —me dijo sin rodeos—. No es justo que te quedes con todo.
Intenté explicarle que no era «todo», que solo era un departamento viejo en un barrio que ya no era tan seguro como antes. Pero para ellos era más que ladrillos y muebles: era el símbolo del esfuerzo de mamá, el único legado tangible que nos quedaba.
Los días siguientes fueron una pesadilla de llamadas, abogados y discusiones familiares. Mis primos dejaron de hablarme. En el grupo de WhatsApp familiar solo se compartían memes y cadenas religiosas; nadie preguntaba cómo estaba yo.
Una tarde encontré a Tomás sentado en el balcón, mirando las plantas secas de mamá.
—¿Te acordás cuando ella nos hacía regar estas flores? —me dijo sin mirarme—. Siempre decía que las plantas sienten cuando uno está triste.
Me senté a su lado y lloré por primera vez desde el funeral. Lloré por mamá, por mi familia rota, por la culpa que me ahogaba.
—No sé qué hacer, Tomi —admití entre sollozos—. No quiero perderlos a todos por esto.
Él me abrazó torpemente.
—No es tu culpa, Lu. Mamá te eligió porque siempre estuviste con ella. Los demás solo vienen cuando hay algo para sacar.
Quise creerle, pero las palabras de Rosa seguían martillando en mi cabeza: «Egoísta». «Chanta». «Ambiciosa».
Un día recibí una carta anónima bajo la puerta: «Nadie te va a querer si te quedás con todo». Reconocí la letra temblorosa de mi prima Mariana. Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo.
Decidí buscar ayuda en la parroquia del barrio. El padre Esteban me escuchó en silencio mientras le contaba todo.
—La herencia es solo una excusa —me dijo al final—. Lo que duele es lo que no se dijo en vida. El amor no se reparte en escrituras ni testamentos.
Salí de la iglesia sintiéndome un poco más liviana, pero el problema seguía ahí: una familia dividida por un departamento viejo y demasiados silencios acumulados.
Pasaron los meses y la relación con mi familia nunca volvió a ser igual. Algunos me evitaron en la calle; otros fingieron que nada había pasado. Solo Tomás siguió viniendo los domingos a tomar mate conmigo en la cocina de mamá.
A veces pienso en vender el departamento y repartir el dinero entre todos. Pero entonces recuerdo las últimas palabras de mamá: «Este lugar es tuyo porque vos supiste cuidarlo como yo».
¿Vale la pena perder a una familia por una herencia? ¿O es que ya estábamos rotos desde antes y esto solo fue la excusa para mostrarlo?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Eligen la memoria y el esfuerzo de una madre o la paz con una familia que solo aparece cuando hay algo para repartir?