El testamento de mamá: secretos, heridas y la familia que creí conocer

—¿Por qué, mamá? ¿Por qué solo a Lucía? —le grité esa noche, temblando de rabia y miedo, el testamento arrugado en mi puño sudoroso.

Mi mamá se quedó helada en la puerta de su cuarto. Yo había entrado buscando mis pastillas para dormir, pero encontré ese sobre amarillo encima de su mesa de noche. No era curioso por naturaleza, pero el nombre de mi hermana escrito en la portada me hizo abrirlo. Ahí estaba: todo lo que tenía mi mamá —la casa, el terreno en el pueblo, hasta la vajilla de la abuela— era para Lucía. Ni una palabra para mí.

Lucía y yo siempre fuimos diferentes. Ella era la hija buena: estudiosa, callada, la que nunca le respondía a mamá. Yo era la rebelde, la que se fue a vivir sola a los diecinueve, la que volvió con un hijo sin padre y una carrera a medio terminar. Pero mamá siempre decía que nos quería igual. Siempre.

—No es lo que piensas, Mariana —me dijo mamá esa noche, con la voz quebrada.

—¿Entonces qué es? ¿Un error? ¿Me olvidaste? —sentí cómo se me partía el pecho.

Lucía apareció en el pasillo, con su bata vieja y cara de sueño. Nos miró a las dos y supo al instante que algo grave pasaba.

—¿Qué está pasando? —preguntó, pero nadie le respondió.

Esa noche fue solo el principio. Los días siguientes fueron un infierno. No podía mirar a mamá sin sentirme invisible. No podía hablar con Lucía sin pensar que ella sabía algo que yo no. Empecé a recordar todas las veces que mamá me había regañado más fuerte que a Lucía, todas las veces que me hizo sentir menos. ¿Siempre fui la hija incómoda?

En el trabajo no podía concentrarme. Me sentía traicionada. Mis amigas me decían que hablara con mamá, que tal vez había una explicación. Pero yo no quería explicaciones. Quería justicia.

Una tarde, después de una pelea horrible en la cocina —yo llorando, mamá gritando que no entendía por qué estaba tan enojada—, Lucía me llevó al parque del barrio.

—Mariana, mamá no está bien —me dijo en voz baja—. Hace meses le diagnosticaron Alzheimer temprano. El testamento lo hizo cuando empezó a olvidar cosas. Quiso dejar todo claro para que no hubiera problemas después.

Me quedé helada. No sabía nada. Nadie me había dicho nada.

—¿Y por qué no me dejó nada? —le pregunté con un hilo de voz.

Lucía bajó la mirada.

—Dijo que tú ya eras independiente, que tenías tu vida hecha… Que yo siempre dependí más de ella. Que tú eras fuerte.

Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Eso era amor? ¿O era solo una excusa para dejarme fuera?

Esa noche miré a mamá dormir desde la puerta de su cuarto. Parecía tan frágil, tan distinta a la mujer fuerte que me crió sola después de que papá se fue con otra familia al norte. Recordé cómo me enseñó a andar en bicicleta en el parque San Martín, cómo vendía empanadas los domingos para pagarme los útiles del colegio. Pero también recordé cómo me gritó cuando quedé embarazada a los veinte, cómo me dijo que le había arruinado la vida.

Los días pasaron y la casa se llenó de silencios incómodos. Mamá empezó a olvidar cosas pequeñas: las llaves, el nombre del perro, mi cumpleaños. A veces me llamaba «hija» sin decir mi nombre. Otras veces ni siquiera me reconocía.

Un día llegó mi tía Rosa desde Mendoza. Se sentó conmigo en la cocina mientras preparaba mate.

—Tu mamá siempre te quiso mucho, Marianita —me dijo—. Pero le costaba demostrarlo contigo porque eras igualita a ella: terca, valiente… Y eso le daba miedo.

Lloré como una niña chiquita en sus brazos. Por primera vez entendí que el amor de mamá era torpe y lleno de errores, pero era amor al fin y al cabo.

Aun así, no podía perdonarla del todo. El dolor seguía ahí cada vez que veía el testamento guardado en mi cajón. Cada vez que veía a Lucía limpiar la casa o darle de comer a mamá como si fuera una niña pequeña.

Una tarde cualquiera, mientras ayudaba a Lucía a bañar a mamá, ella me miró a los ojos y sonrió como si supiera todo lo que yo sentía.

—Gracias por estar aquí —me dijo con una voz suave y perdida.

No supe qué responderle. Solo le acaricié el cabello y sentí cómo se me deshacía un nudo en el pecho.

Hoy mamá ya casi no habla. A veces ni siquiera sabe quiénes somos Lucía y yo. Pero sigo aquí, cuidándola junto a mi hermana porque sé que es lo correcto… aunque todavía duela.

A veces me pregunto si algún día podré perdonarla de verdad o si este dolor será mi herencia para siempre.

¿Ustedes creen que uno puede perdonar algo así? ¿O hay heridas familiares que nunca cierran?