El testamento de mi esposo: Entre la herencia y el desgarro familiar

—¡No te atrevas a tocar a mi hijo, Lucía!—grité, con la voz quebrada, mientras apretaba a Emiliano contra mi pecho. La sala estaba llena de gritos y miradas torvas; mi cuñada Lucía, con los ojos inyectados de rabia, avanzaba hacia nosotros como si yo fuera la ladrona y no la viuda. Afuera, el calor húmedo de Villahermosa hacía que el aire se sintiera pesado, pero dentro de mi casa el ambiente era aún más asfixiante.

Nunca imaginé que la muerte de Julián, mi esposo, desataría esta tormenta. Cuando el notario leyó el testamento, sentí que el mundo se me venía encima: Julián me había dejado todo, absolutamente todo, para asegurar el futuro de Emiliano y el mío. Pero en vez de consuelo, la noticia fue como arrojar gasolina al fuego de una familia ya resquebrajada por viejas rencillas y silencios incómodos.

—Ese dinero no es solo tuyo, Mariana—escupió Lucía, su voz temblando entre la furia y el llanto—. ¡Mi hermano no pensó en nadie más que en ti y ese niño! ¿Y nosotros qué? ¿Acaso no somos sangre?

Mi suegra, doña Rosa, se sentó en el sillón con las manos temblorosas. Sus ojos, antes dulces conmigo, ahora me atravesaban como cuchillos. Mi cuñado Sergio ni siquiera me miraba; solo apretaba los puños y mascullaba insultos entre dientes. Sentí que el piso se abría bajo mis pies.

Esa noche, después de que todos se marcharon dejando tras de sí un silencio espeso y hostil, me encerré en el cuarto con Emiliano. Él dormía abrazado a su peluche favorito, ajeno al huracán que nos rodeaba. Yo no podía dormir. Cada sombra en la pared era una amenaza; cada ruido en la calle, una advertencia.

Los días siguientes fueron peores. Empezaron las llamadas anónimas: voces distorsionadas que me decían que debía compartir la herencia o atenerme a las consecuencias. Una mañana encontré la puerta principal rayada con insultos. Fui a la policía, pero solo me dijeron que sin pruebas no podían hacer nada. «Así es aquí, señora Mariana», me dijo el agente con resignación.

Mi madre vino desde Veracruz para apoyarme. Ella también había sufrido por herencias en su familia; sabía lo que era ver a los hermanos pelearse por tierras y casas viejas. «No te dejes, hija», me susurró mientras me preparaba café en la madrugada. «Tienes que ser fuerte por Emiliano».

Pero yo sentía que me desmoronaba. Cada vez que Emiliano preguntaba por su papá, sentía una punzada en el pecho. ¿Cómo explicarle que su familia ahora nos veía como enemigos? ¿Cómo protegerlo del odio que crecía a nuestro alrededor?

Una tarde, mientras recogía ropa del tendedero, vi a Sergio parado al otro lado de la calle. Me miraba fijamente, sin moverse. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Esa noche soñé que entraba a la casa y se llevaba a Emiliano mientras yo gritaba sin voz.

Empecé a notar cosas extrañas: papeles revueltos en mi escritorio, ventanas abiertas que yo recordaba haber cerrado. Una vez encontré una carta bajo la puerta: «Devuelve lo que no es tuyo o pagarás caro». El miedo se instaló en mi cuerpo como una enfermedad.

Fui a ver al abogado de Julián, don Ernesto. Me recibió en su despacho lleno de libros polvorientos y crucifijos en las paredes.

—Mariana, tienes derecho a esa herencia—me dijo con voz grave—. Pero debes tener cuidado. El dinero cambia a las personas… y la familia puede ser más peligrosa que cualquier extraño.

Salí del despacho sintiéndome más sola que nunca. ¿Por qué Julián no previó esto? ¿Por qué no dejó algo para su madre o sus hermanos? ¿Por qué me dejó a mí cargar con todo este peso?

Las semanas pasaron entre amenazas veladas y silencios incómodos en las reuniones familiares. Doña Rosa dejó de hablarme; Lucía me bloqueó en todas las redes sociales y empezó a difamarme en el pueblo: «Mariana siempre fue una interesada», decían las vecinas en la tienda. «Seguro le hizo brujería a Julián para quedarse con todo».

Una noche escuché ruidos en el patio trasero. Salí con un palo de escoba en la mano, temblando de miedo. Era Sergio, borracho, llorando bajo la lluvia.

—¡Dámelo!—gritó—. ¡Dame aunque sea una parte! ¡No tienes idea de lo que es crecer sin nada!

Me quedé paralizada. Vi en sus ojos el dolor de toda una vida sintiéndose menospreciado por su hermano mayor, el favorito de doña Rosa. Vi al niño herido detrás del hombre furioso.

—Sergio… esto no lo elegí yo—le dije con voz suave—. Yo solo quiero proteger a mi hijo.

Él cayó de rodillas y rompió a llorar. Me acerqué despacio y le puse una mano en el hombro. Por un momento sentí compasión; luego recordé todas las amenazas y retrocedí.

Esa noche decidí irme de Villahermosa. Empaqué lo esencial y tomé un autobús con Emiliano rumbo a Mérida, donde una prima me ofreció refugio. Dejé atrás la casa donde fui feliz y también donde aprendí lo peor del ser humano.

Ahora vivo lejos del bullicio familiar, pero el miedo sigue conmigo como una sombra pegajosa. Emiliano pregunta por su abuela y sus tíos; yo le invento historias para protegerlo del odio y la avaricia.

A veces me pregunto si hice bien en huir o si debí luchar hasta el final por lo que nos corresponde. ¿Vale la pena perderlo todo por dinero? ¿O es mejor empezar de nuevo aunque duela?

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Hasta dónde llegarían para proteger a sus hijos cuando la familia se convierte en enemigo?