El testamento de papá: entre la lealtad y la traición

—¿Por qué siempre tengo que ser yo la que se queda? —me pregunté en voz baja, mientras sostenía la mano temblorosa de papá, sus ojos ya perdidos en algún recuerdo de su juventud en Santiago del Estero. Afuera, el sol del norte argentino caía a plomo sobre las tejas viejas de nuestra casa en San Miguel de Tucumán. El ventilador giraba lento, como si también él estuviera cansado de tanto esperar.

Mi hermano Tomás hacía años que se había ido a Buenos Aires. Allá, según mamá antes de morir, se había hecho «hombre de mundo», con su trabajo en una financiera y su novia porteña. Yo, en cambio, me quedé. Dejé la facultad de Letras cuando mamá enfermó y después, cuando papá empezó a perderse en su propio cuerpo, ya no hubo vuelta atrás. Mis amigas se casaron, tuvieron hijos, viajaron. Yo aprendí a inyectar insulina, a cambiar pañales de adulto, a negociar con los médicos del hospital público.

—Sos una santa, Lucía —me decían las vecinas cuando me veían empujar la silla de ruedas por la vereda rota.

Pero yo no era santa. Era hija. Y estaba cansada.

La última vez que Tomás vino fue para el cumpleaños 80 de papá. Trajo un vino caro y una camisa nueva para él. Se sacó fotos con todos y subió una a Instagram: «Con el mejor viejo del mundo». Después se fue apurado porque tenía una reunión importante. Papá lloró cuando lo vio partir. Yo también.

El día que papá murió, la casa se llenó de gente. Vecinos, primos lejanos, hasta el cura del barrio vino a dar el pésame. Tomás llegó esa misma noche en avión. Me abrazó fuerte y me dijo al oído:

—Gracias por todo lo que hiciste por él, Lu.

Yo asentí, tragando lágrimas y rabia.

El velorio fue un desfile de recuerdos y promesas vacías. Cuando todos se fueron, quedamos solos Tomás y yo en la cocina. Él sirvió dos copas del vino caro que había traído meses atrás.

—¿Y ahora qué vas a hacer? —preguntó.

—Seguir —respondí—. Esta es mi casa.

Él sonrió con lástima y cambió de tema.

Una semana después llegó la noticia del testamento. El escribano, un hombre flaco y sudoroso, leyó el documento con voz monótona:

«Dejo la casa familiar a mi hijo Tomás…»

No escuché más. Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Cómo podía ser? ¿Después de todo lo que hice? ¿Después de renunciar a mi vida?

Tomás me miró sorprendido, como si tampoco lo esperara. Pero no dijo nada.

Esa noche no dormí. Caminé por la casa tocando las paredes, los muebles viejos, las fotos amarillentas. Todo tenía mi historia pegada como una sombra.

Al día siguiente enfrenté a Tomás:

—¿Vos sabías esto?

—Te juro que no —dijo bajando la mirada—. Pero… es lo que papá decidió.

—¿Y vos qué vas a hacer? ¿Vas a venderla? ¿Vas a echarme?

Se quedó callado mucho tiempo. Al final murmuró:

—Tengo muchas deudas, Lu. No puedo mantener dos casas.

Sentí odio. Por él, por papá, por mí misma.

Las semanas pasaron entre abogados y discusiones sordas. Las vecinas dejaron de saludarme con la misma calidez. Algunos familiares me aconsejaron pelear la herencia en tribunales; otros me dijeron que «la sangre es más importante que una casa».

Una tarde encontré una carta escondida entre los papeles de papá. Era para mí:

«Perdoname, hija. No supe cómo agradecerte todo lo que hiciste por mí. Pensé que tu hermano necesitaba más ayuda que vos. Vos siempre fuiste fuerte…»

La rompí llorando de rabia e impotencia.

Tomás vino a despedirse antes de volver a Buenos Aires:

—Si querés podés quedarte unos meses hasta que venda la casa —dijo sin mirarme a los ojos—. O puedo darte algo de plata…

No contesté. Lo vi salir por la puerta con su valija cara y su perfume importado.

Esa noche dormí en el piso del living, abrazada a una foto vieja donde estábamos los tres: mamá, papá y yo en el patio bajo el limonero.

Ahora escribo esto sentada en un banco de la plaza frente a lo que fue mi hogar. No sé dónde voy a ir ni qué voy a hacer. Solo sé que nunca más voy a dejar mi vida por nadie.

¿Vale la pena sacrificarlo todo por la familia? ¿O es solo una ilusión cruel que nos enseñan desde chicos para mantenernos atados al dolor?