El Testamento en el Cajón: La Historia de una Hija Traicionada
—¿Por qué, mamá? ¿Por qué me hiciste esto? —susurré, apretando el papel con tanta fuerza que mis nudillos se pusieron blancos. El testamento estaba ahí, en el fondo del cajón de su cómoda, entre cartas viejas y fotografías de cuando aún éramos una familia feliz en nuestra casa de San Miguel de Tucumán. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales como si quisiera entrar a consolarme, pero yo solo sentía frío y una rabia sorda que me quemaba por dentro.
Mi nombre, Lucía Beltrán, no aparecía en ninguna de las páginas. Todo lo que mi madre había dejado —la casa, el terreno en Tafí Viejo, incluso las joyas de la abuela— era para mi hermano mayor, Santiago. Ni una palabra para mí. Ni una explicación. Solo ese silencio cruel que me atravesaba el pecho.
Me senté en el suelo, rodeada de papeles y recuerdos. Recordé la última vez que hablé con mamá, semanas antes de que el cáncer la venciera. Estaba débil, pero aún así me miró con esos ojos duros y me dijo: “Vos siempre fuiste la rebelde, Lucía. No sé qué va a ser de vos cuando yo no esté.”
¿Eso era suficiente para borrarme de su vida? ¿Por qué Santiago sí y yo no? ¿Por qué esa preferencia tan marcada, ese amor desigual que nunca entendí?
No pude dormir esa noche. Al día siguiente, fui a buscar a Santiago. Lo encontré en la galería de la casa materna, tomando mate con su esposa, Verónica. Apenas me vio, supo que algo pasaba.
—¿Qué te pasa, Lucía? —preguntó, dejando el mate sobre la mesa.
Le mostré el testamento sin decir palabra. Verónica bajó la mirada; Santiago se puso pálido.
—No sabía que lo habías encontrado —dijo él, casi en un susurro.
—¿Y vos sabías lo que decía? —le pregunté, sintiendo cómo la voz se me quebraba.
—Mamá me lo contó antes de morir —admitió—. Dijo que era lo mejor para todos.
—¿Para todos? ¿O solo para vos?
Verónica intentó intervenir:
—Lucía, tu mamá tenía sus razones…
—¡¿Qué razones?! —grité—. ¡Siempre fui la que estuvo a su lado cuando papá se fue! ¡La que la cuidó en el hospital mientras vos te ibas a trabajar a Salta! ¿Y así me paga?
Santiago se levantó y me abrazó torpemente. Sentí su incomodidad, su culpa. Pero yo necesitaba respuestas, no consuelo.
Esa tarde recorrí la casa como un fantasma. Cada rincón tenía un recuerdo: las navidades con olor a pan dulce y sidra barata; las peleas por la herencia del abuelo; las tardes de lluvia jugando a las cartas con mamá. Todo eso ahora parecía mentira.
Decidí buscar a tía Marta, la hermana menor de mamá. Ella siempre fue la voz sensata en medio del caos familiar. La encontré en su casa humilde del barrio Sur, rodeada de plantas y gatos callejeros.
—Ay, Lucía… —suspiró cuando le conté—. Tu mamá nunca supo cómo manejar el dolor desde que tu papá se fue con esa mujer a Buenos Aires. Se volvió dura… Y con vos fue más dura porque eras igualita a él: terca y soñadora.
—¿Eso justifica dejarme sin nada?
—No —dijo Marta—. Pero a veces los padres creen que castigando nos enseñan algo… y solo logran alejarnos más.
Me quedé un rato largo en silencio, mirando cómo la lluvia formaba charcos en el patio de tierra. Sentí una mezcla de bronca y tristeza tan grande que apenas podía respirar.
Los días siguientes fueron un desfile de abogados y trámites fríos. Santiago insistía en repartir algo conmigo “por fuera”, pero yo no quería limosnas. Quería entender por qué mi madre me había negado hasta el último gesto de amor.
En el barrio todos murmuraban. “Pobre Lucía”, decían las vecinas en la verdulería. “Siempre fue la oveja negra.” Algunos me miraban con lástima; otros con desprecio. Yo seguía caminando con la frente en alto, aunque por dentro me sentía rota.
Una noche soñé con mamá. Estaba sentada en la cocina, pelando papas como cuando yo era chica. Me miró y sonrió triste:
—Perdoname, hija… No supe hacerlo mejor.
Me desperté llorando. Por primera vez sentí compasión por ella… y por mí misma.
Decidí escribirle una carta que nunca enviaría:
“Mamá,
No entiendo tus razones, pero quiero creer que hiciste lo que pensabas correcto. Yo también cometí errores; fui rebelde porque necesitaba sentirme viva en medio de tanto dolor. Ojalá algún día pueda perdonarte del todo.”
Con el tiempo, acepté la ayuda de Santiago para alquilar un pequeño departamento en Yerba Buena y empecé a dar clases particulares de literatura para sobrevivir. No fue fácil empezar de cero a los 34 años, pero al menos era libre.
A veces paso frente a la vieja casa y siento un nudo en la garganta. Ya no es mía ni lo será nunca más. Pero aprendí que mi valor no depende de un testamento ni del amor condicionado de una madre herida.
Ahora me pregunto: ¿Cuántos hijos e hijas han sentido este mismo dolor? ¿Cuántos han sido castigados por ser diferentes o por atreverse a soñar? ¿Vale la pena cargar con ese rencor toda la vida?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Perdonarían o seguirían buscando respuestas?