El testamento en la fiesta: Cuando la alegría familiar se convierte en tormenta
—¡No puedes confiar en él, Mariana! —La voz de mi madre retumbó en la cocina, ahogando el bullicio de la fiesta de cumpleaños de mi hija Valentina. Afuera, los niños reían, los globos flotaban y la música de cumbia llenaba el aire, pero dentro de mí solo había un nudo apretado y frío.
—Mamá, por favor, no ahora —le susurré, mirando de reojo hacia la puerta, temiendo que alguien escuchara. Mi esposo, Andrés, estaba en el patio, sirviendo pastel a los niños, ajeno a la tormenta que se desataba en nuestro pequeño apartamento de Bogotá.
—Ahora o nunca, Mariana. No sabes lo que puede pasar si te pasa algo. Ese hombre… —Su voz tembló, y por un segundo vi en sus ojos el miedo de quien ha perdido demasiado. Mi madre nunca hablaba de mi padre, de cómo él nos dejó sin nada cuando yo era niña. Pero ese miedo, ese rencor, siempre estuvo ahí, como una sombra.
Me apoyé en la mesa, sintiendo el temblor en mis manos. ¿Por qué justo hoy? ¿Por qué en el cumpleaños de Valentina, cuando lo único que quería era ver a mi hija feliz, rodeada de familia? Pero mi madre no cedía. Sacó de su bolso un sobre amarillo y lo puso frente a mí.
—Aquí está el borrador. Solo tienes que firmar. Si no lo haces, te juro que me voy ahora mismo y no vuelvo a pisar esta casa —me amenazó, con la voz quebrada.
Miré el sobre como si quemara. Un testamento. Un papel que decía que, si algo me pasaba, todo lo que tenía —la casa, los ahorros, hasta los recuerdos— serían para Valentina, y no para Andrés. Mi esposo, el hombre con quien compartía la vida desde hacía diez años.
—¿Por qué desconfías tanto de él? —pregunté, casi en un susurro.
—Porque los hombres cambian, hija. Porque yo confié y mira cómo terminé —me respondió, con la mirada perdida en algún punto del pasado.
Sentí una rabia sorda mezclada con culpa. ¿Era justo cargarme con sus miedos? ¿Era justo desconfiar de Andrés solo porque mi padre nos abandonó?
En ese momento, la puerta se abrió y Valentina entró corriendo, con las mejillas sonrojadas y los ojos brillantes.
—¡Mami! ¡Ven a ver cómo baila el tío Julián! —gritó, tirando de mi brazo.
Mi madre guardó el sobre rápidamente y se recompuso. Sonrió a Valentina como si nada hubiera pasado. Yo la seguí al patio, pero sentí el peso del papel en mi conciencia.
La fiesta siguió, pero yo ya no estaba presente. Miraba a Andrés reír con los niños, a mi hermano Julián bailando ridículamente, a mi suegra sirviendo empanadas. Todo parecía perfecto, pero dentro de mí crecía una tormenta.
Cuando la noche cayó y los invitados se fueron, me senté en la cama con Andrés. Él notó mi silencio.
—¿Estás bien? —me preguntó, acariciando mi mano.
Quise contarle todo, pero las palabras se atoraron en mi garganta. ¿Y si mi madre tenía razón? ¿Y si algún día Andrés cambiaba? ¿Y si yo terminaba como ella, sola y traicionada?
—Solo estoy cansada —mentí.
Esa noche no dormí. Escuché a Valentina respirar en su cuarto y pensé en todo lo que podría perder. Pensé en mi madre, en su soledad, en su desconfianza. Pensé en Andrés y en las veces que discutimos por dinero, por celos, por tonterías. ¿Y si todo era una bomba de tiempo?
Al día siguiente, fui a buscar a mi madre. La encontré en su apartamento, sentada frente a la ventana, mirando la ciudad gris.
—No puedo firmar ese papel —le dije, sin rodeos.
Ella me miró con tristeza.
—Entonces prepárate para sufrir —me advirtió.
—No quiero vivir con miedo, mamá. No quiero que Valentina crezca pensando que el amor siempre termina en traición —le respondí, con lágrimas en los ojos.
Mi madre suspiró y me abrazó. Por primera vez en años, sentí que ambas éramos solo dos mujeres heridas por el pasado.
Volví a casa y encontré a Andrés preparando el desayuno. Me miró y sonrió.
—¿Todo bien con tu mamá? —preguntó.
Lo miré largo rato. Vi sus manos torpes cortando pan, su cara de sueño, su paciencia infinita con Valentina. No era perfecto, pero era mi compañero. Decidí confiar.
Esa noche, le conté todo. Andrés escuchó en silencio y luego me abrazó.
—No soy tu papá, Mariana. No te voy a dejar —me susurró.
Lloré en sus brazos. No sé qué pasará mañana, pero hoy elijo confiar.
¿Hasta dónde debemos dejar que el miedo de nuestros padres marque nuestras vidas? ¿Cuántas veces hemos dejado de amar por miedo a perder? Los leo.