El Ultimátum de Mariana: Cuando el Amor se Rompe por la Mentira y la Escasez

—¿Por qué no me dijiste nada, Andrés? —grité, con la voz quebrada y el recibo bancario temblando en mis manos. Eran las once de la noche y la casa olía a café recalentado y a promesas rotas. Nuestra hija, Valentina, dormía en su cuarto, ajena al huracán que se desataba en la sala.

Andrés no me miraba. Jugaba con las llaves del carro, como si eso pudiera salvarlo de mi mirada. —No quería preocuparte, Mariana. Todo esto es temporal…

—¿Temporal? ¿Cincuenta mil pesos en deudas es temporal? ¿Y la otra mujer también es temporal? —sentí que me ahogaba. No era solo el dinero. Era la mentira, la traición, el descaro.

Mi historia no empezó así. Hace ocho años, cuando me casé con Andrés en una iglesia pequeña de Medellín, creí que el amor era suficiente para sobrevivir a cualquier tormenta. Veníamos de familias humildes; sabíamos lo que era contar monedas para comprar el mercado y soñar con una casa propia. Él era mi compañero, mi cómplice, el papá que Valentina necesitaba.

Pero los años trajeron rutina, facturas impagables y silencios cada vez más largos. Andrés empezó a llegar tarde, a inventar viajes de trabajo, a esconder el celular. Yo lo justificaba todo: “Está estresado”, “Quiere darnos una vida mejor”, “Así son los hombres”. Hasta que un día, revisando los estados de cuenta para pagar el colegio de Valentina, encontré transferencias extrañas y pagos a nombre de una tal Camila Ríos.

Esa noche lo enfrenté. No negó nada. Ni las deudas ni la infidelidad. Me dijo que estaba confundido, que Camila lo hacía sentir vivo otra vez, que conmigo solo veía problemas y cuentas por pagar.

—¿Y Valentina? ¿Pensaste en ella? —le pregunté, con la voz hecha trizas.

—Siempre pienso en ella… pero ya no sé cómo arreglar esto.

El divorcio fue un infierno. Andrés se negó a pasarme dinero para Valentina. Decía que no tenía trabajo, pero yo sabía que seguía manejando el taxi de su primo en las noches. Me tocó pedir ayuda a mi mamá, vender mis aretes de oro y limpiar casas ajenas para poder comprar los útiles escolares de mi hija.

En cada audiencia sentía que me arrancaban un pedazo del alma. El abogado de Andrés decía que yo era una interesada, que solo quería su plata. Yo lloraba de rabia e impotencia. ¿Cómo podía demostrarle al juez que todo lo que hacía era por Valentina?

Las amigas me decían: “Déjalo ir, Mariana. No vale la pena”. Pero yo no podía dejar de sentirme culpable. ¿En qué fallé? ¿Por qué no fui suficiente? ¿Por qué él prefirió mentir antes que luchar conmigo?

Una tarde, mientras recogía a Valentina del colegio, ella me preguntó:

—Mami, ¿por qué ya no vivimos con papi?

Me arrodillé frente a ella y le acaricié el cabello. —Porque a veces los adultos cometemos errores, mi amor. Pero tú no tienes la culpa de nada.

Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Sentí miedo: miedo de no poder darle todo lo que necesita, miedo de quedarme sola para siempre, miedo de volver a confiar en alguien.

Pero también sentí rabia. Rabia por todas las mujeres como yo, que cargan con la culpa ajena y se levantan cada día para sacar adelante a sus hijos. Rabia por una sociedad que nos juzga si nos quedamos y nos juzga si nos vamos.

Con el tiempo aprendí a pedir ayuda sin vergüenza. Mi hermana Lucía me prestó dinero para montar un pequeño puesto de empanadas frente al hospital. Al principio me daba pena que mis excompañeras del colegio me vieran ahí, pero después entendí que no hay trabajo indigno cuando se trata de alimentar a tu hija.

Andrés siguió apareciendo y desapareciendo como un fantasma. A veces llegaba con regalos baratos para Valentina; otras veces ni siquiera llamaba en su cumpleaños. Yo aprendí a no esperar nada de él.

Un día, después de una larga jornada vendiendo empanadas bajo la lluvia, llegué a casa y encontré una carta en la puerta. Era una notificación del juzgado: Andrés había solicitado la custodia compartida de Valentina.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Cómo podía tener tanto descaro? ¿Después de todo lo que hizo ahora quería jugar al papá responsable?

Fui al juzgado con el corazón en la mano y las pruebas en la otra: recibos impagos, mensajes donde él mismo admitía su abandono, testimonios de vecinos que nunca lo vieron pasar por la casa.

El juez me escuchó en silencio. Al final dictaminó que Valentina seguiría conmigo, pero Andrés tendría derecho a verla los fines de semana.

Esa noche abracé a mi hija más fuerte que nunca. Le prometí que nunca le faltaría amor ni comida en la mesa.

Hoy sigo luchando cada día. No tengo todas las respuestas ni todas las fuerzas, pero tengo claro algo: merezco respeto y merezco paz.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres más tendrán que pasar por esto para que la justicia realmente nos escuche? ¿Cuántos hijos crecerán creyendo que el amor es sacrificio y dolor?

¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez que el amor propio es más difícil de recuperar que cualquier otra cosa?