El Últimatum de Mariana: Un Matrimonio Roto por la Mentira y la Desesperanza

—¿Así que esto es todo? ¿Te vas y nos dejas así, como si nada?— Mi voz temblaba, pero no de miedo, sino de rabia contenida. Andrés ni siquiera me miró a los ojos. Sostenía su maleta con una mano y con la otra revisaba el celular, como si mi dolor fuera un simple ruido de fondo.

—No hagas esto más difícil, Mariana. Ya tomé una decisión. No puedo seguir viviendo una mentira— respondió él, con esa frialdad que nunca le conocí en los siete años de matrimonio.

Nuestra hija Valentina lloraba en la cuna. Apenas tenía tres semanas de nacida. Yo sentía que el mundo se me venía abajo, pero no podía darme el lujo de quebrarme. No delante de él. No delante de mi hija.

—¿Y qué piensas hacer con nosotras? ¿Con Valentina?— pregunté, tratando de mantener la voz firme.

Andrés suspiró, como si yo fuera una carga más en su lista de pendientes.

—Voy a ayudarte, claro. Pero necesito tiempo. Las cosas en la empresa no están bien…

Mentira. Sabía que era mentira. La empresa familiar, esa que levantó con su hermano en Monterrey, iba mejor que nunca. Lo había escuchado hablar por teléfono con sus socios, planeando una expansión a Guadalajara. Pero ahora, cuando más lo necesitábamos, se convertía en un fantasma.

Esa noche no dormí. Me senté junto a Valentina y lloré en silencio. Recordé cuando Andrés y yo nos conocimos en la universidad, cómo soñábamos con formar una familia y tener nuestra propia casa. Todo eso se desmoronó en un instante, como un castillo de naipes ante el viento.

Las semanas siguientes fueron un infierno. Andrés dejó de contestar mis llamadas. Solo recibía mensajes esporádicos: “Estoy ocupado”, “Luego te llamo”, “No te preocupes, todo estará bien”. Pero nada estaba bien. La renta se acumulaba, los pañales se acababan y la leche para Valentina era cada vez más cara.

Mi mamá me ayudaba como podía, pero ella también tenía sus propios problemas. Mi papá había muerto hacía dos años y mi hermano menor apenas conseguía trabajos eventuales en la construcción. Yo había dejado mi empleo como asistente administrativa para cuidar a Valentina durante el embarazo complicado.

Un día, mientras revisaba las redes sociales buscando ofertas de trabajo, vi una foto de Andrés en Cancún con una mujer rubia y delgada. Sonreían abrazados frente al mar. Sentí náuseas y rabia al mismo tiempo. ¿Cómo podía tener dinero para eso y no para su hija?

Decidí buscar ayuda legal. Fui al DIF y luego a un despacho de abogados recomendado por una amiga del barrio. Me explicaron que tenía derecho a exigir pensión alimenticia para Valentina y para mí mientras no tuviera trabajo estable.

—Pero tienes que estar preparada— me advirtió la licenciada Ramírez—. Muchos hombres esconden sus bienes o declaran menos ingresos para no pagar lo justo.

No quería creerlo, pero pronto lo comprobé. Cuando Andrés recibió la notificación del juzgado, me llamó furioso.

—¿De verdad vas a hacer esto? ¿Vas a arruinarme la vida por dinero?

—No es por dinero, Andrés. Es por tu hija. Ella necesita comer, necesita pañales, necesita un techo— respondí entre lágrimas.

—No tengo nada a mi nombre. La empresa es de mi hermano. Estoy en bancarrota— mintió sin titubear.

La abogada me explicó que era común que empresarios como Andrés pusieran todo a nombre de familiares o crearan empresas fantasma para evadir responsabilidades. El proceso se volvió lento y desgastante. Cada audiencia era una batalla perdida: él llegaba con documentos falsos, testigos pagados y una sonrisa cínica.

Mientras tanto, yo vendía pasteles caseros y ropa usada para sobrevivir. A veces pensaba en rendirme, pero miraba a Valentina dormir y recordaba que luchaba por ella.

Una tarde lluviosa, mi mamá llegó corriendo a casa con el periódico local en la mano.

—¡Mira esto!— exclamó señalando una foto en la sección de negocios: “Andrés Ramírez inaugura nueva sucursal en Guadalajara”.

Llevé el recorte al juzgado como prueba, pero los abogados de Andrés siempre encontraban la manera de retrasar todo. Decían que él solo era un empleado más, que no tenía propiedades ni cuentas bancarias.

La familia de Andrés me dio la espalda. Su madre me llamó para decirme que yo solo quería aprovecharme de su hijo.

—Tú sabías lo que hacías cuando te casaste con un hombre exitoso— dijo con desprecio—. Ahora quieres vivir del esfuerzo ajeno.

Me sentí humillada y sola. En las noches rezaba para encontrar fuerzas y no perder la fe en la justicia.

Un día recibí una llamada inesperada de Laura, una excompañera de trabajo que ahora era contadora en una empresa rival.

—Mariana, sé que estás pasando por algo difícil… Escuché rumores sobre Andrés y sus cuentas ocultas en Panamá. Si quieres te ayudo a investigar…

Por primera vez en meses sentí una chispa de esperanza. Nos reunimos en secreto varias veces; Laura me enseñó cómo rastrear transferencias bancarias y buscar inconsistencias en los registros públicos.

Pero cada avance era frustrante: los abogados decían que sin pruebas sólidas no podían hacer nada. Andrés seguía paseándose por Monterrey como si nada hubiera pasado; incluso subía fotos con su nueva pareja yendo a conciertos o restaurantes caros.

Una noche, mientras le daba pecho a Valentina bajo la luz tenue del cuarto, sentí que ya no podía más. Lloré hasta quedarme dormida abrazando a mi hija.

Pero al día siguiente desperté con una determinación nueva: no iba a dejarme vencer por la corrupción ni por el machismo que protegía a hombres como Andrés.

Empecé a organizar reuniones con otras madres solteras del barrio; compartíamos nuestras historias y consejos legales. Juntas éramos más fuertes; juntas empezamos a exigir atención mediática sobre nuestros casos.

Un reportero local publicó mi historia bajo el título: “Empresario exitoso evade pensión alimenticia mientras su hija pasa hambre”. La noticia se viralizó en redes sociales; recibí mensajes de apoyo y también amenazas anónimas.

Andrés me llamó furioso:

—¿Qué ganas exhibiéndome así? ¡Vas a arrepentirte!

Pero ya no tenía miedo. Sabía que estaba haciendo lo correcto.

El proceso legal siguió siendo lento y doloroso; pero ahora tenía aliados y visibilidad pública. Aunque nunca logré que Andrés pagara todo lo que debía, logré algo más importante: recuperar mi dignidad y demostrarle a Valentina que su madre nunca se rindió ante la injusticia.

Hoy sigo luchando; trabajo medio tiempo en una papelería y vendo postres los fines de semana. No tengo lujos ni certezas sobre el futuro, pero tengo paz interior y el amor incondicional de mi hija.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más tendrán que pasar por esto antes de que algo cambie? ¿Cuándo dejará de ser normal que los poderosos se salgan con la suya mientras las madres luchamos solas? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?