El último abrazo de Luciana: Entre lágrimas y esperanza en un hospital de Bogotá
—¡No, por favor, doctora! ¡Dígame que hay algo más que podamos hacer!— Mi voz se quebró, ahogada por el llanto, mientras sostenía la manita tibia de Luciana. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales del Hospital San Ignacio como si el cielo mismo llorara con nosotros. Mi esposo, Andrés, estaba parado junto a la cama, con los ojos rojos y la mandíbula apretada, luchando por no derrumbarse.
Luciana tenía apenas dos años y medio. Su risa llenaba nuestro pequeño apartamento en Suba, y su voz era la melodía que despertaba cada mañana. Pero esa noche, todo era silencio. Un accidente absurdo, una caída en el parque, un golpe en la cabeza… y después, todo se volvió una pesadilla: ambulancia, urgencias, médicos corriendo, palabras que no quería escuchar: «hemorragia cerebral», «daño irreversible».
—Señora Valeria…—la doctora me miró con compasión—. Luciana ya no siente dolor. Su corazón sigue latiendo, pero su cerebro…
No escuché el resto. Me aferré a Luciana como si pudiera devolverle la vida con mi abrazo. Andrés cayó de rodillas al suelo y gritó su nombre. Mi mamá llegó corriendo desde Soacha; me abrazó fuerte y lloramos juntas. Mi suegra rezaba en un rincón, pidiéndole a la Virgen de Guadalupe un milagro que no llegó.
Horas después, cuando ya no quedaba nada por hacer, una enfermera se acercó con voz temblorosa:
—Doña Valeria… hay algo que debemos preguntarle. ¿Ha pensado en donar los órganos de Luciana? Hay niños esperando…
Sentí rabia. ¿Cómo podían hablarme de eso cuando mi hija aún estaba tibia entre mis brazos? Pero luego miré a Luciana: su carita tranquila, sus pestañas largas… Recordé cuando nació prematura y estuvo en incubadora; cómo luchó por vivir desde el primer día. ¿No era justo que su lucha ayudara a otros niños?
Andrés y yo nos miramos. No hizo falta hablar. Él asintió con lágrimas en los ojos y yo besé la frente de Luciana.
—Sí…—susurré—. Que otros niños vivan por ella.
El proceso fue largo y doloroso. Firmar papeles mientras sentía que traicionaba a mi hija; escuchar cómo los médicos explicaban qué órganos podían salvar vidas; ver cómo preparaban todo mientras yo solo quería detener el tiempo. Mi papá llegó esa madrugada y me abrazó fuerte:
—Hija, Luciana siempre fue luz. Ahora va a iluminar a otras familias.
La noticia se regó entre los vecinos del barrio: unos nos llamaban valientes, otros decían que era demasiado pronto para decidir algo así. Mi mejor amiga, Juliana, vino al hospital y me susurró al oído:
—Valeria, tu dolor es inmenso… pero tu generosidad es aún más grande.
La mañana siguiente fue la más larga de mi vida. Me dejaron estar con Luciana unos minutos a solas antes de llevarla al quirófano. Le canté su canción favorita: “Estrellita dónde estás”. Le prometí que nunca la olvidaría y que siempre sería mi niña valiente.
Cuando salieron los médicos, sentí que el mundo se partía en dos: una parte de mí se fue con Luciana; la otra quedó aquí, vacía pero decidida a honrar su memoria.
Los días siguientes fueron un torbellino: llamadas del hospital agradeciendo nuestra decisión; cartas anónimas de padres que recibieron los órganos; mensajes de apoyo y también críticas crueles en redes sociales. Algunos decían que era inhumano; otros nos llamaban héroes.
En casa, el silencio era insoportable. El cuarto de Luciana seguía igual: sus muñecas sobre la cama, sus dibujos pegados en la pared. Andrés y yo apenas hablábamos; cada uno lloraba a escondidas para no romper al otro. Mi mamá venía todos los días a cocinarme caldo y a recordarme que debía comer algo.
Una tarde, mientras guardaba la ropita de Luciana en una caja, encontré una carta que le había escrito para su cumpleaños:
“Querida Luciana: Eres mi milagro más grande. Gracias por enseñarme a amar sin miedo.”
Me derrumbé sobre la cama y lloré hasta quedarme dormida.
El tiempo pasó lento. Empecé a ir a un grupo de apoyo para padres en duelo en el barrio La Candelaria. Allí conocí a Marta, una mamá que también perdió a su hijo y donó sus órganos. Me contó cómo un día recibió una carta de la familia del niño trasplantado:
—Saber que otra mamá puede abrazar a su hijo gracias al tuyo… eso no borra el dolor, pero le da sentido.
Poco a poco, Andrés y yo aprendimos a hablar del tema sin rompernos tanto. Un día fuimos juntos al parque donde Luciana se cayó; llevamos flores y soltamos globos blancos al cielo.
Hoy han pasado seis meses desde aquella noche interminable. Sigo soñando con Luciana cada tanto; a veces despierto pensando que escucho su risa en el pasillo. Pero también siento orgullo: sé que hay niños jugando en algún lugar gracias a ella.
A veces me pregunto si tomé la decisión correcta. ¿Habrá sentido Luciana lo mucho que la amamos? ¿Habría querido ella dar vida a otros niños?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Creen que el amor puede transformar el dolor más grande en esperanza para otros?