El Último Abrazo de Mamá
—¡¿Por qué siempre tienes que arruinarlo todo, Mariana?! —gritó mi hermana Lucía, con los ojos llenos de lágrimas y rabia, mientras el eco de su voz retumbaba en las paredes de la casa vieja de la abuela en Xalapa.
Yo me quedé paralizada, con el corazón latiendo tan fuerte que sentía que iba a romperme el pecho. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales como si quisiera entrar y ser testigo de nuestro desastre. Mamá estaba sentada en su sillón favorito, envuelta en una cobija tejida por sus propias manos, mirando el suelo como si ahí estuviera la respuesta a todos nuestros problemas.
—No es mi culpa, Lucía. Solo dije la verdad —susurré, apenas audible, pero suficiente para que todos lo escucharan.
Papá se levantó de la mesa, se pasó la mano por el cabello canoso y suspiró. —Ya basta, niñas. No es momento para pelear.
Pero sí lo era. Era el único momento. Porque esa noche, después de años de secretos y silencios, todo salió a la luz. Y yo fui quien encendió la mecha.
Todo comenzó semanas antes, cuando encontré a mamá llorando en la cocina. Pensé que era por el dinero —siempre faltaba algo para pagar la luz o el gas—, pero esa vez era diferente. Su llanto era silencioso, profundo, como si le arrancaran algo desde adentro.
—¿Qué tienes, mamá? —le pregunté, sentándome a su lado.
Ella me miró con esos ojos grandes y oscuros que siempre supieron consolarme. —Nada, hija. Solo estoy cansada.
No insistí. Pero desde ese día, empecé a notar cosas: las pastillas escondidas en su bolsa, las visitas al médico cada vez más frecuentes, las llamadas en voz baja con tía Rosa. Hasta que una tarde escuché lo que no debía:
—No le digas nada a las niñas todavía —decía mamá por teléfono—. No quiero preocuparlas… sí, ya sé que no tengo mucho tiempo…
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Mamá estaba enferma. Muy enferma. Y nadie nos lo había dicho.
Guardé el secreto unos días, esperando que alguien más hablara. Pero en mi casa los secretos son como las manchas de mole en el mantel: todos las ven, pero nadie dice nada. Así que exploté durante la cena familiar, justo cuando Lucía contaba emocionada que había conseguido trabajo en una cafetería del centro.
—¿Y tú cuándo pensabas decirnos que estás enferma? —le solté a mamá, sin poder contenerme.
El silencio fue tan pesado que hasta los perros del vecino dejaron de ladrar. Mamá bajó la cabeza y Lucía me miró como si yo fuera una traidora.
—¡Eres una egoísta! —me gritó Lucía esa noche—. ¡Solo piensas en ti! ¿No ves que mamá quería protegernos?
Pero yo no podía entenderlo. ¿Cómo podía protegernos ocultándonos algo así? ¿Cómo podía Lucía estar de su lado?
Los días siguientes fueron un infierno. Mamá iba y venía del hospital; papá se encerraba en su taller; Lucía apenas me dirigía la palabra. Yo me sentía sola, culpable y furiosa al mismo tiempo.
Una tarde, mientras ayudaba a mamá a peinarse —su cabello ya empezaba a caerse—, le pregunté:
—¿Por qué no nos dijiste nada?
Ella sonrió tristemente y me acarició la mejilla.
—Porque no quería que dejaran de soñar, hija. Porque pensé que si fingíamos que todo estaba bien, tal vez lo estaría un poco más.
Me rompí en mil pedazos. Lloré con ella hasta quedarnos dormidas abrazadas en su cama.
Lucía seguía distante. Una noche la escuché llorar en su cuarto y quise consolarla, pero ella cerró la puerta en mi cara.
—No quiero hablar contigo —me dijo entre sollozos—. No entiendes nada.
Pero sí entendía. Entendía el miedo, la rabia y el dolor de perder a mamá poco a poco.
El dinero empezó a faltar más que nunca. Vendimos el coche viejo y hasta los aretes de oro de abuela para pagar las medicinas. Papá trabajaba doble turno y yo dejé la universidad para cuidar a mamá. Lucía empezó a llegar tarde y oler a cigarro; decía que era por el estrés del trabajo, pero yo sabía que era su forma de escapar.
Una tarde llegó con los ojos rojos y una carta arrugada en la mano.
—Me despidieron —dijo apenas cruzó la puerta.
Mamá intentó consolarla, pero Lucía se soltó y corrió a su cuarto. Yo fui tras ella y por primera vez en meses hablamos sin gritar.
—Tengo miedo —me confesó—. No sé qué vamos a hacer cuando mamá ya no esté.
La abracé fuerte y lloramos juntas como cuando éramos niñas y nos asustaba la tormenta.
Los días pasaron entre hospitales, peleas y silencios incómodos. Hasta que una noche mamá nos llamó a las dos a su cuarto.
—Quiero pedirles un favor —dijo con voz débil—. Prométanme que pase lo que pase van a cuidarse una a la otra.
Lucía y yo nos miramos sin saber qué decir. Mamá tomó nuestras manos y las unió sobre su pecho.
—La familia es lo único que tenemos —susurró—. No lo olviden nunca.
Esa fue la última vez que escuché su voz tan clara.
Mamá murió una madrugada lluviosa de septiembre. El silencio fue absoluto; solo se escuchaba el tic-tac del reloj y nuestra respiración entrecortada.
El funeral fue sencillo: flores blancas, rezos y abrazos incómodos de familiares lejanos. Papá parecía una sombra; Lucía no soltó mi mano ni un segundo.
Después del entierro, nos sentamos en el patio bajo el árbol de naranjas que mamá tanto cuidaba. El aire olía a tierra mojada y tristeza.
—¿Crees que algún día vamos a dejar de extrañarla? —me preguntó Lucía con voz temblorosa.
No supe qué responderle. Solo sé que desde entonces intento cumplir la promesa que le hicimos a mamá: cuidar de mi hermana aunque a veces duela, aunque a veces no entienda sus silencios ni sus rabias.
A veces me pregunto si hice bien en decir la verdad aquella noche o si debí callar como todos los demás. ¿Vale más una verdad dolorosa o una mentira piadosa cuando se trata del amor familiar?
¿Ustedes qué habrían hecho? ¿Callarían para proteger o hablarían aunque duela?