El Último Abrazo de Mamá: Decisiones Que Rompen el Alma
—No, mamá, por favor… no llores. —Mi voz temblaba, y aunque intentaba sonar firme, sentía que cada palabra era un puñal en mi garganta.
Ella me miró con esos ojos grandes, oscuros, llenos de miedo y confusión. Sentada en la orilla de la cama, con la bata azul que le regalé el último Día de las Madres, parecía más pequeña que nunca. Afuera llovía fuerte, como si el cielo también supiera lo que estaba a punto de pasar.
—¿Por qué me haces esto, Julián? —me preguntó, la voz rota—. ¿No te he cuidado yo toda la vida?
Me arrodillé frente a ella, tomándole las manos frías y arrugadas. Sentí el peso de sus años, de su sacrificio, de todo lo que había hecho por mí desde que papá nos dejó cuando yo tenía seis años. Pero también sentí el peso de mi cansancio, de mis noches sin dormir, de las veces que tuve que dejar a mis hijos solos para correr a atenderla cuando se caía o se olvidaba de apagar la estufa.
—Mamá… ya no puedo solo. No quiero que te pase algo grave aquí. En la residencia vas a estar cuidada, vas a tener compañía…
Ella apartó la mirada. Sus labios temblaban. Yo sabía que para ella era una traición. En nuestra familia, como en tantas en México, los viejos se cuidan en casa. Así nos enseñaron. Pero yo ya no podía más. Mi esposa, Mariana, me lo había dicho claro:
—Julián, esto nos está rompiendo. Los niños te extrañan. Yo te extraño. No podemos seguir así.
Esa noche, después de acostar a mamá, bajé al sótano buscando una caja para empacar sus cosas. Entre el polvo y los recuerdos encontré un baúl viejo, uno que nunca había visto antes. Lo abrí con curiosidad y dentro había cartas amarillentas, fotos en blanco y negro, y un cuaderno con la tapa desgastada.
Empecé a leer las cartas. Eran de mi papá. Cartas llenas de amor y promesas rotas. Decía que volvería, que nos amaba, pero también confesaba miedos y culpas. Había una carta dirigida a mí, escrita cuando yo tenía ocho años:
“Juliáncito, perdóname por no estar ahí. Tu mamá es la mujer más fuerte del mundo. Cuídala siempre.”
Sentí un nudo en el estómago. ¿Cómo podía cuidarla si ahora la estaba dejando en un lugar extraño?
El cuaderno era un diario de mamá. Leí páginas llenas de dolor: “Hoy Julián me gritó porque olvidé su tarea… Me siento sola… Ojalá pudiera hablar con alguien.”
Me di cuenta de que nunca supe realmente lo que ella sentía. Siempre la vi como la roca de la familia, pero también era humana, también tenía miedo y soledad.
Al día siguiente llegó el momento de partir. Mariana y los niños estaban listos en el coche. Mamá abrazó a mis hijos con ternura, pero apenas me miró a mí.
En la residencia la recibieron con sonrisas forzadas y promesas vacías. Yo sentía que la estaba traicionando.
—¿Vas a venir seguido? —me preguntó antes de irse a su cuarto.
—Claro que sí, mamá —le prometí, aunque no estaba seguro de poder cumplirlo.
Esa noche no pude dormir. Me senté en la sala con el diario de mamá entre las manos. Recordé cuando era niño y ella me curaba las rodillas raspadas o me cantaba para dormir. ¿En qué momento cambiaron los papeles? ¿Cuándo dejé de ser su hijo para convertirme en su cuidador?
Pasaron los días y cada visita era más difícil. Mamá se fue apagando poco a poco. Ya no sonreía igual. Un día me dijo:
—Aquí nadie me llama por mi nombre. Soy solo una más.
Sentí rabia e impotencia. Había hecho lo correcto según todos: los médicos, mi esposa, mis amigos… pero ¿y el corazón? ¿Dónde quedaba lo que sentíamos ella y yo?
Un domingo llevé a los niños a visitarla. Mi hija menor le llevó un dibujo y mamá lloró al verlo.
—¿Por qué lloras, abuela? —le preguntó Camila.
—Porque extraño mi casa —respondió ella—. Extraño a mi familia.
Esa noche discutí con Mariana.
—No puedo más —le dije—. Siento que la estoy matando en vida.
—Julián, hiciste lo mejor para todos —me respondió ella—. No eres egoísta por pensar en tu familia.
Pero yo no podía dejar de pensar en las palabras del diario: “Ojalá pudiera hablar con alguien.”
Un día llegué sin avisar a la residencia y encontré a mamá sentada sola en el jardín, mirando al vacío.
—Mamá…
Ella me miró y por un instante vi en sus ojos el mismo brillo de cuando era niño.
—¿Sabes qué es lo peor? —me dijo— Que siento que ya no pertenezco a ningún lado.
Me senté junto a ella y lloramos juntos por primera vez en años.
Ahora paso más tiempo con ella. A veces la llevo a casa los fines de semana, aunque sea difícil para todos. Aprendí a escucharla más y a preguntarle cómo se siente realmente.
Pero cada noche me pregunto: ¿Hice lo correcto? ¿Hay decisiones que nunca dejan de doler?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Es posible cuidar a quienes amamos sin perderse uno mismo?