El último desayuno: El día que decidí salvarme
—¿Otra vez dormida, Mariana? ¿No ves la hora que es? ¡Julián necesita su desayuno!—. La voz de mi suegra retumbó en el altavoz del celular, tan fuerte que hasta el perro se despertó. Eran las 7:15 de la mañana y yo apenas había logrado cerrar los ojos después de una noche de insomnio, preocupada por las cuentas, el trabajo y la montaña de ropa sucia que parecía multiplicarse sola en el departamento.
Me quedé mirando el techo, sintiendo cómo la rabia y la tristeza me apretaban el pecho. Julián, mi esposo desde hace siete años, seguía roncando a mi lado, ajeno a todo. Me levanté despacio, con ese cansancio que no es solo físico, sino del alma. Caminé hacia la cocina, esquivando los juguetes de Emiliano y los zapatos de Julián tirados en la sala.
Mientras preparaba café y rompía los huevos para el desayuno, escuché a Julián quejarse desde la recámara:
—¿Ya casi está listo? Tengo junta a las ocho.
No respondí. Solo apreté los dientes y seguí cocinando. Recordé cuando recién nos casamos, cuando compartíamos las tareas y hasta nos reíamos lavando los platos juntos. Pero con los años, todo cambió. Julián empezó a llegar más tarde del trabajo, a dejarme sola con Emiliano y las responsabilidades. Su mamá venía cada semana a «ayudar», pero solo criticaba cómo llevaba la casa y me recordaba que una buena esposa debe anteponer siempre a su marido.
—Mariana, ¿ya planchaste mi camisa azul?— gritó Julián desde el baño.
—No, Julián. No he tenido tiempo— respondí, tratando de no sonar tan cansada como me sentía.
Él salió envuelto en la toalla, mirándome con fastidio.
—¿Entonces qué hiciste toda la tarde ayer?—
Me mordí el labio para no gritarle que había estado ayudando a Emiliano con la tarea, cocinando, limpiando y contestando correos del trabajo. Pero ya no tenía fuerzas para discutir.
La gota que derramó el vaso fue cuando mi suegra llegó sin avisar, como siempre, y al ver la mesa sin poner, exclamó:
—¡Ay, Mariana! ¿Así cuidas a mi hijo? Pobrecito Julián, debe estar muerto de hambre.
Sentí una vergüenza ajena y una rabia vieja. Julián solo bajó la cabeza y se sirvió café, sin decir nada. Nadie me defendía. Nadie preguntaba cómo estaba yo.
Ese día pasé toda la mañana en automático: llevé a Emiliano al kinder, regresé a limpiar la casa y trabajé desde la computadora mientras escuchaba los pasos de mi suegra por el departamento. A mediodía, mientras lavaba los trastes, sentí un nudo en la garganta tan grande que tuve que sentarme en el piso de la cocina. Lloré en silencio, para que nadie me escuchara.
Recordé a mi mamá en Veracruz, diciéndome antes de casarme: «No te pierdas por nadie, hija. Ni por amor ni por costumbre». Pero yo ya me había perdido. Me convertí en la sombra de mí misma: invisible para Julián, invisible para su familia, invisible incluso para mí.
Por la tarde, Julián llegó del trabajo y se encerró en el estudio a jugar videojuegos. Emiliano me pidió ayuda con una maqueta para la escuela y mientras recortábamos cartón juntos, él me miró y preguntó:
—¿Por qué estás triste, mami?
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a un niño de seis años que su mamá se siente sola aunque esté rodeada de gente?
Esa noche cenamos en silencio. Mi suegra se fue después de criticarme por no tener postre y Julián ni siquiera me dio las buenas noches. Me acosté junto a él sintiendo un abismo entre los dos.
A las tres de la mañana desperté con ansiedad. Caminé descalza hasta la sala y me senté frente a la ventana. Vi las luces de la ciudad y pensé en todas las veces que me callé para evitar peleas, en todas las veces que puse primero a Julián y a Emiliano antes que a mí.
De pronto lo vi claro: si seguía ahí, iba a desaparecer por completo. No podía cambiar a Julián ni a su familia. Solo podía salvarme yo.
Amaneció y empecé a empacar una maleta pequeña con lo esencial: ropa para mí y para Emiliano, documentos importantes y el peluche favorito de mi hijo. Cuando Julián despertó y me vio empacando, se acercó confundido:
—¿Qué haces?
Lo miré directo a los ojos por primera vez en mucho tiempo.
—Me voy, Julián. No puedo más. No quiero que Emiliano crezca creyendo que esto es normal.
Él intentó detenerme con promesas vacías: «Voy a cambiar», «No te vayas», «Piensa en nuestro hijo». Pero ya era tarde. Yo también pensaba en nuestro hijo; por eso me iba.
Salí del departamento con Emiliano de la mano y sentí un peso menos sobre mis hombros. Lloré mientras bajábamos las escaleras, pero era un llanto distinto: era alivio mezclado con miedo y esperanza.
Ahora escribo esto desde el cuarto pequeño donde vivimos Emiliano y yo en casa de mi hermana Lucía. No es fácil empezar de cero; hay días en los que dudo si tomé la decisión correcta. Pero cada vez que veo a Emiliano sonreír sin miedo o cuando me miro al espejo y reconozco mis propios ojos otra vez, sé que hice lo correcto.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres más viven atrapadas en matrimonios donde son madres de sus esposos? ¿Cuántas callan por miedo o costumbre? ¿Y cuántas se atreverán algún día a salvarse a sí mismas?