El último desfile de Don Ernesto

—¡Agáchense! —gritó mi abuelo Ernesto, con una voz que nunca antes le había escuchado, mientras el estruendo de los disparos rompía la alegría del desfile.

Era 20 de julio, Día de la Independencia en Colombia, y como cada año, mi familia y yo nos reuníamos en la plaza del pueblo para ver el desfile. Mi mamá vendía empanadas en un puesto improvisado, mi papá ondeaba una bandera tricolor, y mis hermanos corrían entre la multitud. Yo, Camila, tenía 17 años y ese día llevaba puesta una camiseta blanca con el escudo nacional. Todo era fiesta, música de papayera y risas hasta que, de repente, la violencia que siempre sentí lejana irrumpió en nuestro pequeño paraíso.

Un grupo armado apareció en la esquina, disparando al aire y gritando amenazas. La gente comenzó a correr, los niños lloraban, y el caos se apoderó de la plaza. Sentí cómo el miedo me paralizaba las piernas. Mi mamá me jaló del brazo, pero tropecé y caí al suelo. Vi a mi hermano menor, Samuel, de apenas seis años, perdido entre la multitud. Fue entonces cuando mi abuelo Ernesto, con sus ochenta años y su bastón de madera, se lanzó hacia nosotros.

—¡Samuel! —gritó mi abuelo—. ¡Camila, levántate!

No sé cómo lo hizo, pero logró cargar a Samuel en un brazo y a mí me empujó detrás de un carro estacionado. Los disparos seguían retumbando. Sentí el calor del cuerpo de mi abuelo cubriéndome mientras temblaba de miedo.

—Tranquila, mija —me susurró—. Todo va a estar bien.

Pero yo sabía que no era cierto. Vi cómo uno de los hombres armados se acercaba a nuestro escondite. Mi abuelo se puso de pie, levantando las manos.

—¡Aquí hay niños! ¡Déjenlos ir! —suplicó con una dignidad que me partió el alma.

El hombre lo miró con desprecio y apuntó su arma. Cerré los ojos y escuché un disparo seco. Sentí el cuerpo de mi abuelo desplomarse sobre mí. El olor a pólvora y sangre me llenó la nariz. Samuel gritaba desconsolado.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que la policía llegó y los hombres armados huyeron. Cuando por fin abrí los ojos, vi a mi abuelo tirado en el suelo, su bastón roto a su lado. Mi mamá llegó corriendo, se arrodilló junto a él y lloró como nunca antes la había visto llorar.

Los días siguientes fueron un torbellino de dolor y rabia. El pueblo entero asistió al velorio de Don Ernesto. Todos hablaban de su valentía, de cómo siempre había defendido a los más débiles. Pero yo solo podía pensar en la última vez que me abrazó, en cómo su sacrificio nos salvó pero también nos dejó rotos.

Mi papá no volvió a ser el mismo después de eso. Se encerraba en su cuarto durante horas, mirando fotos viejas de mi abuelo. Mi mamá dejó de vender empanadas; decía que ya no tenía fuerzas para sonreírle a nadie. Samuel empezó a tener pesadillas todas las noches y yo… yo sentía una rabia sorda contra el mundo.

Una tarde, mientras recogía las cosas de mi abuelo en su cuarto, encontré una carta dirigida a mí:

«Camila,

Si algún día lees esto es porque ya no estoy contigo. Quiero que sepas que la vida es dura, pero también hermosa. No permitas que el miedo te robe la esperanza ni que el odio te quite la alegría. Cuida a tu familia y nunca olvides quién eres.

Con amor,
Tu abuelo Ernesto»

Leí esa carta una y otra vez durante semanas. Me preguntaba si algún día podría perdonar a los hombres que nos arrebataron a mi abuelo o si podría volver a sentirme segura en mi propio pueblo.

La violencia en Colombia es como una sombra que nunca termina de irse. Todos tenemos una historia parecida: un familiar perdido, un amigo desaparecido, una herida abierta que nadie sabe cómo cerrar. Pero también tenemos héroes anónimos como mi abuelo Ernesto, gente sencilla que da todo por los suyos sin esperar nada a cambio.

Un mes después del funeral, decidí organizar una marcha por la paz en el pueblo. Al principio nadie quería salir; todos tenían miedo de que algo malo volviera a pasar. Pero poco a poco, los vecinos empezaron a sumarse: doña Rosa con sus arepas, don Luis con su guitarra, los niños con globos blancos. Caminamos juntos por las calles donde antes solo había miedo y silencio.

Esa tarde sentí por primera vez desde la muerte de mi abuelo que algo podía cambiar. Que tal vez su sacrificio no había sido en vano.

Ahora cada vez que paso por la plaza veo el mural que pintaron en honor a Don Ernesto: su rostro sonriente bajo un cielo azul y la frase «El amor es más fuerte que el miedo».

A veces me pregunto si algún día podremos vivir sin miedo en este país tan hermoso y tan herido. ¿Cuántos abuelos más tendrán que sacrificarse para que podamos vivir en paz? ¿Será posible sanar algún día?

¿Ustedes qué piensan? ¿Han vivido algo parecido? ¿Cómo se sigue adelante después de perderlo todo?