El Último Invierno de Matías

—No hay más nada que hacer por él —dijo Lucía, mi esposa, con una voz que no reconocí, seca y lejana, como si hablara de un extraño. —Ven solo y habla con el médico. Si no me creés, escuchalo vos mismo. Acá están las enfermeras, tiene todo lo que necesita. Para eso inventaron el hospicio, todos hacen lo mismo…

Me quedé parado en la cocina, con el teléfono temblando en mi mano sudorosa. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales del departamento en Almagro como si quisiera entrar y arrastrarme lejos de esa realidad. Matías, nuestro hijo, nació dos meses antes de tiempo, tan pequeño que cabía en la palma de mi mano. Desde ese primer día, su vida fue una batalla: respiradores, sondas, alarmas que sonaban a cualquier hora. Pero nunca pensé que llegaría este momento.

—¿Y si lo llevamos a casa? —pregunté, casi suplicando.

Lucía suspiró al otro lado de la línea. —No podemos, Tomás. No tenemos cómo cuidarlo. No somos enfermeros. No quiero verlo sufrir más…

Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo se aprende a dejar ir a un hijo? ¿Cómo se acepta que el amor no alcanza para salvarlo?

Esa noche no dormí. Caminé por el pasillo una y otra vez, mirando las fotos familiares: Matías en su primer cumpleaños, disfrazado de león; Lucía y yo abrazados en la plaza San Martín; mi madre sonriendo en la cocina con su delantal floreado. Todo parecía tan lejano, como si perteneciera a otra vida.

A la mañana siguiente, tomé el colectivo 92 hasta el hospital Pirovano. El aire estaba cargado de humedad y tristeza. Al llegar al piso de pediatría, sentí el olor a desinfectante mezclado con el llanto de otros padres. Lucía estaba sentada junto a la ventana, mirando sin ver.

—¿Hablaste con el doctor Herrera? —preguntó sin mirarme.

—Todavía no —respondí, tragando saliva.

Entré a la habitación de Matías. Estaba tan frágil, tan pálido… Su respiración era un susurro apenas audible. Le tomé la mano y sentí su calor diminuto.

—Papá está acá —le susurré—. No te voy a dejar solo.

El doctor Herrera entró poco después. Era un hombre robusto, con ojeras profundas y una mirada cansada pero compasiva.

—Tomás —dijo—, sé que esto es muy difícil. Matías está sufriendo mucho. El hospicio puede darle comodidad, evitarle dolor…

—¿Y si mejora? —interrumpí, aferrándome a una esperanza absurda.

El médico negó con la cabeza. —Ya hicimos todo lo posible. Ahora lo importante es que esté tranquilo, rodeado de amor.

Salí al pasillo y me apoyé contra la pared. Vi a otros padres pasar con la misma expresión de derrota. Recordé cuando mi padre enfermó de cáncer; mi madre lo cuidó en casa hasta el final, negándose a llevarlo al hospital porque decía que los suyos debían morir entre los suyos. ¿Era yo menos valiente? ¿Estaba traicionando a mi hijo?

Lucía se acercó y me abrazó por primera vez en semanas. Sentí su cuerpo temblar contra el mío.

—No puedo más —lloró—. No puedo verlo así…

La decisión cayó sobre nosotros como una losa: aceptar el traslado al hospicio infantil San Gabriel. Allí, nos dijeron, Matías tendría atención las 24 horas, analgesia adecuada y un cuarto luminoso donde podríamos estar con él todo el tiempo.

Los días siguientes fueron una mezcla de rutinas dolorosas: firmar papeles, hablar con psicólogos, escuchar consejos bien intencionados de familiares y amigos que no entendían nada.

Mi madre vino desde Rosario para ayudarnos. Se sentó junto a mí en la sala de espera y me tomó la mano.

—Hijo —dijo—, nadie te enseña a ser padre para esto. Pero Matías sabe que lo amás. Eso es lo único que importa ahora.

Pero yo no podía dejar de sentirme culpable. En las noches del hospicio, mientras Lucía dormía en una silla y yo velaba a Matías, pensaba en todo lo que no hice: las veces que llegué tarde al hospital por el trabajo; las promesas de llevarlo al mar cuando estuviera mejor; los cuentos que le leía apurado porque estaba cansado.

Una tarde, mientras afuera caía una tormenta eléctrica, escuché a Lucía discutir con su hermana por teléfono:

—No es abandono —decía Lucía entre sollozos—. Es amor… Es dejarlo ir sin dolor…

Colgó y me miró con los ojos rojos.

—Todos opinan —dijo— pero nadie está acá con nosotros.

La familia se dividió: algunos decían que hacíamos lo correcto; otros nos acusaban de rendirnos demasiado pronto. Mi suegra dejó de hablarnos por semanas.

El último invierno de Matías fue frío y largo. Pero también hubo momentos de ternura: una enfermera llamada Mariana le cantaba canciones folklóricas; un voluntario trajo una guitarra y tocó zambas junto a su cama; Lucía le tejió un gorrito azul para protegerlo del frío.

Una noche, Matías abrió los ojos y me miró fijamente por primera vez en días.

—Papá… —susurró apenas audible.

Me incliné sobre él y le acaricié el cabello.

—Te amo, hijo —le dije—. Siempre voy a estar con vos.

Él sonrió débilmente y cerró los ojos para siempre unas horas después.

El silencio que siguió fue ensordecedor. Sentí que me arrancaban el corazón del pecho. Lucía gritó y se desplomó sobre la cama; yo solo pude abrazarla mientras llorábamos juntos por primera vez desde que empezó todo.

El funeral fue sencillo: solo familia cercana y algunos amigos del hospital. Nadie supo qué decirnos; algunos evitaban mirarnos a los ojos.

Hoy escribo esto desde el mismo departamento donde empezó todo. La lluvia sigue golpeando los vidrios como aquella noche fatídica. A veces me pregunto si tomamos la decisión correcta o si fuimos cobardes por no luchar más tiempo.

¿Hasta dónde llega el amor de un padre? ¿Cuándo es momento de soltar? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?