El último suspiro de Mariana: Un corazón de madre entre la culpa y la esperanza
—¡No, no puede ser! ¡Dígame que está viva!— grité al teléfono, con la voz quebrada y las manos temblorosas. El doctor del hospital de San Juan del Río intentaba calmarme, pero sus palabras eran cuchillos: “Señora Lucía, su hija Mariana está muy grave. Necesitamos que venga lo antes posible”.
Corrí por las calles empedradas de nuestro barrio en Querétaro, sin sentir el frío ni el dolor en los pies descalzos. Mi esposo, Ernesto, apenas podía sostenerme cuando llegamos al hospital. Todo era confusión: luces blancas, olor a desinfectante, y el eco de mi nombre en los pasillos. “Lucía, tranquila”, me decían las enfermeras. Pero ¿cómo estar tranquila si mi única hija luchaba por su vida?
Mariana tenía diecisiete años. Siempre fue la luz de esta casa humilde: soñadora, rebelde, con esa sonrisa que podía derretir el enojo más duro. Quería ser arquitecta y construir casas para familias como la nuestra, que apenas podían pagar el alquiler. Pero esa noche, después de una discusión absurda por sus calificaciones y su novio —ese muchacho que nunca me gustó— salió corriendo sin mirar atrás. “¡No me entiendes, mamá! ¡Nunca me escuchas!”, fueron sus últimas palabras antes de azotar la puerta.
Horas después, un camión la atropelló en la esquina de la panadería de Don Toño. Dicen que iba llorando, distraída, sin fijarse en el semáforo. Yo no estaba ahí para protegerla. No estaba ahí para abrazarla.
En la sala de espera, Ernesto y yo nos mirábamos sin reconocernos. Él lloraba en silencio; yo quería gritarle que era su culpa por ser tan duro con Mariana, pero sabía que era mentira. La culpa era mía. Siempre exigiéndole más, siempre queriendo que fuera perfecta. ¿Por qué no pude decirle simplemente que la amaba?
Las horas se hicieron eternas. Finalmente, el doctor salió con la mirada baja. “Lo siento mucho… hicimos todo lo posible”. Sentí que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. Ernesto cayó de rodillas y yo solo pude abrazarlo, llorando como nunca antes.
Los días siguientes fueron un infierno. La casa se llenó de familiares y vecinos trayendo comida y palabras vacías: “Dios sabe por qué hace las cosas”, “Ella está en un lugar mejor”. Yo solo quería a mi hija de vuelta.
Una tarde, mientras recogía su cuarto —ese santuario adolescente lleno de posters y cuadernos— encontré su diario escondido bajo la almohada. Dudé en abrirlo; sentía que invadía su privacidad. Pero algo me impulsó a buscar respuestas entre esas páginas llenas de garabatos y sueños rotos.
Ahí estaba: una carta dirigida a mí, escrita con su letra redonda y azul.
“Mamá:
Sé que a veces peleamos mucho y que no siempre te digo lo que siento. Pero quiero que sepas que te amo más que a nadie en este mundo. Si algún día ya no estoy aquí, quiero que recuerdes mis risas y no mis errores. No soy perfecta, pero intento ser mejor cada día porque tú me enseñaste a luchar. Perdóname si te he lastimado; yo también soy humana y me equivoco. Gracias por todo lo que haces por mí, aunque a veces no lo diga.
Con amor,
Mariana.”
Leí esa carta una y otra vez hasta empaparla de lágrimas. Sentí una mezcla de alivio y dolor: alivio porque Mariana sabía cuánto la amaba, aunque nunca se lo dijera bien; dolor porque ya no podía abrazarla ni pedirle perdón.
Esa noche, Ernesto se sentó a mi lado en la cama.
—¿Qué tienes ahí?
Le mostré la carta sin decir palabra.
Él la leyó en silencio y luego me abrazó fuerte.
—No fue tu culpa, Lucía —susurró—. Todos cometimos errores.
Pasaron semanas antes de poder salir al mercado sin sentir que todos me miraban con lástima. Un día, Doña Rosa —la vecina chismosa— me detuvo:
—Lucía, vi a Mariana en tus ojos cuando defendiste a esa niña del barrio…
No pude evitar sonreír entre lágrimas. Tal vez Mariana seguía viva en mis gestos, en mi voz cuando aconsejaba a los jóvenes del vecindario.
Poco a poco, empecé a ayudar en la parroquia organizando talleres para madres e hijas. Compartía mi historia con otras mujeres que también cargaban culpas y silencios. Descubrí que el dolor compartido pesa menos y que el amor nunca muere del todo.
A veces sueño con Mariana: viene corriendo hacia mí con los brazos abiertos y me dice “Ya no llores, mamá”. Me despierto llorando pero también agradecida porque tuve el privilegio de ser su madre.
Hoy miro al cielo cada tarde y le hablo bajito:
—Gracias por enseñarme a amar sin miedo, hija.
Y me pregunto: ¿Cuántas veces dejamos para mañana las palabras importantes? ¿Cuántas madres callan su amor por miedo o costumbre? Ojalá mi historia sirva para que abracen más fuerte a sus hijos hoy mismo.