El Viaje de Camila: Más Allá de la Ilusión de la Felicidad
—¿Por qué no puedes simplemente aceptar que las cosas cambiaron, Camila? —me gritó mi papá, su voz retumbando en las paredes de la casa que ya no sentía mía.
Me quedé paralizada, con el plato de arroz frío entre las manos. La nueva esposa de mi papá, Lucía, me miraba desde la puerta de la cocina, con esa sonrisa forzada que nunca lograba ocultar su incomodidad. Desde que mamá murió hace dos años, nada volvió a ser igual. Ni los domingos en familia, ni el olor a café por las mañanas, ni siquiera el sonido de la lluvia golpeando el techo de lámina en nuestra casa en las afueras de Medellín.
La muerte de mamá fue como un trueno en pleno verano: inesperado y devastador. Recuerdo el hospital, los médicos moviéndose rápido, el llanto de mi papá ahogado en mi hombro. Después, el silencio. Un silencio tan denso que parecía tragarse todo lo bueno que quedaba en nosotros.
Al principio pensé que Lucía sería solo una visita más. Pero pronto sus cosas empezaron a invadir la casa: sus perfumes dulzones, sus tazas con frases motivacionales, sus fotos con mi papá en el parque Arví. Me sentía una extraña en mi propio hogar. Mi hermano menor, Julián, apenas hablaba; se refugiaba en sus videojuegos y evitaba cualquier conversación incómoda.
Fue entonces cuando conocí a Diego. Alto, moreno, con una sonrisa fácil y una moto vieja que rugía como un león cada vez que venía a buscarme. Diego era mi escape. Con él podía fingir que todo estaba bien, que la ausencia de mamá no dolía tanto y que Lucía no existía. Nos íbamos a tomar café al centro, caminábamos por la Plaza Botero y soñábamos con irnos juntos a vivir a Buenos Aires o a Ciudad de México.
Pero la ilusión no duró mucho. Diego empezó a mostrar otra cara: celoso, controlador, siempre preguntando dónde estaba y con quién. Una noche, después de una discusión por un mensaje que vio en mi celular, me gritó tan fuerte que los vecinos salieron a mirar. Sentí miedo. Pero también vergüenza. ¿Cómo podía estar repitiendo los mismos patrones de dependencia emocional que tanto criticaba en Lucía?
Una tarde lluviosa, mientras veía por la ventana cómo el agua arrastraba hojas y basura por la calle, Lucía se sentó a mi lado. Por primera vez no intentó sonreír.
—Camila, yo tampoco sé cómo encajar aquí —dijo en voz baja—. No quiero reemplazar a tu mamá. Solo quiero que podamos vivir en paz.
No supe qué responderle. Me di cuenta de que yo tampoco había hecho nada por entenderla. Siempre la vi como una intrusa, pero nunca pensé en lo sola que debía sentirse ella también.
Esa noche soñé con mamá. Estaba sentada en la mesa del comedor, sirviendo arepas y riendo como antes. Me desperté llorando y entendí que tenía que dejar de buscarla en los demás para poder seguir adelante.
Poco a poco empecé a poner límites con Diego. Le dije que necesitaba espacio, que no podía seguir soportando sus celos ni su control. Se enfureció, me insultó y me dijo que nadie más me iba a querer como él. Pero por primera vez sentí fuerza en mis palabras: «Prefiero estar sola que vivir con miedo».
En casa las cosas tampoco fueron fáciles. Mi papá seguía distante, encerrado en su trabajo como contador y evitando cualquier conversación profunda. Julián empezó a salir más con sus amigos del barrio y yo temía que se metiera en problemas.
Un día encontré a Julián llorando en el patio trasero. Me contó que extrañaba a mamá y que sentía que papá ya no lo quería igual desde que Lucía llegó.
—No eres el único —le dije abrazándolo—. Pero tenemos que aprender a vivir con lo que tenemos ahora.
Decidí buscar ayuda psicológica en el centro comunitario del barrio. Al principio me costó abrirme, pero poco a poco fui entendiendo que mi dolor era válido y que tenía derecho a sentirlo sin culpa. Empecé a escribir cartas para mamá, contándole todo lo que me pasaba, aunque sabía que nunca las leería.
Con el tiempo, Lucía y yo encontramos pequeños espacios para convivir sin tanta tensión: cocinar juntas los domingos, ver novelas mexicanas por las tardes o simplemente compartir un café sin hablar mucho. No éramos amigas, pero al menos ya no éramos enemigas.
Mi papá tardó más en acercarse. Una noche llegó tarde del trabajo y me encontró leyendo en la sala.
—Perdón por todo —me dijo sin mirarme—. No supe cómo manejar esto… tu mamá era mi vida.
Lloramos juntos por primera vez desde el funeral. Sentí que algo se rompía y se reconstruía al mismo tiempo dentro de mí.
Hoy sigo buscando mi propia felicidad, pero ya no la persigo en los demás ni en relaciones vacías. Aprendí a estar sola sin sentirme abandonada y a valorar los pequeños momentos de paz.
A veces me pregunto si algún día podré volver a sentirme completa o si siempre llevaré este vacío conmigo. ¿Cuántos de ustedes han sentido lo mismo? ¿Cómo han encontrado su propio camino después de perderlo todo?