El Viaje de Julián: Entre el Deber y el Deseo
—¿Y tú crees que es justo, Julián? —La voz de Mariana retumbó en la cocina, mientras yo trataba de evitar su mirada, fingiendo revisar el celular.
—No es cuestión de justicia, Mariana. Es solo… una oportunidad. Me lo gané —respondí, aunque ni yo mismo estaba convencido. El vapor del café se mezclaba con el calor de su enojo. Nuestros hijos, Camila y Mateo, jugaban en la sala, ajenos a la tensión que llenaba el aire.
Había pasado años trabajando como contador en una pequeña empresa de Medellín. Los sueldos apenas alcanzaban para lo básico: arriendo, comida, colegio público. Las vacaciones eran un lujo lejano, algo que veíamos en las novelas o en las fotos de los amigos más afortunados. Pero esa semana todo cambió. Mi jefe me llamó a su oficina y, con una sonrisa rara en él, me anunció un ascenso. Un poco más de dinero, sí, pero sobre todo, una sensación de haber logrado algo.
—¿Y si me tomo unos días para mí? —le pregunté a Mariana esa noche, casi susurrando.
—¿Para ti solo? ¿Y los niños? ¿Y yo? —respondió ella, con esa mezcla de cansancio y resignación que solo tienen las madres que nunca descansan.
No respondí. No podía. Había algo egoísta en mi deseo, lo sabía. Pero también sentía que me lo merecía. ¿Acaso no era justo querer un respiro?
Así fue como, dos semanas después, me encontré bajando del bus en Santa Marta, mochila al hombro y una culpa creciente en el pecho. El mar brillaba bajo el sol caribeño, y por un momento creí que todo valía la pena. Caminé por la arena caliente, sentí la brisa salada y traté de convencerme de que estaba bien estar ahí.
Pero las noches eran otra cosa. En el hostal barato donde me hospedaba, escuchaba las risas de otros viajeros, jóvenes mochileros argentinos y chilenos que hablaban de aventuras y libertad. Yo solo pensaba en Camila preguntando por qué papá no estaba para leerle el cuento, o en Mateo llorando porque se había caído y mamá no tenía brazos suficientes para consolarlo y cocinar al mismo tiempo.
Una tarde, sentado frente al mar con una cerveza tibia, recibí un mensaje de Mariana:
«Mateo tiene fiebre. No sé qué hacer.»
Sentí un nudo en el estómago. Llamé de inmediato.
—¿Ya le diste acetaminofén? —pregunté torpemente.
—Claro que sí, Julián. No soy tonta. Solo… pensé que te importaría saberlo —su voz era fría como la brisa nocturna.
No dormí esa noche. Me sentí más solo que nunca. Al día siguiente, caminé sin rumbo por el malecón hasta que vi a una familia jugando en la playa: el papá lanzaba a su hija al aire mientras la mamá reía. Sentí una punzada de celos y tristeza.
Me pregunté si mi deseo de escapar era más fuerte que mi deber como padre y esposo. Recordé las veces que Mariana había renunciado a sus propios sueños por nosotros: dejó su carrera de enfermera para cuidar a los niños cuando no podíamos pagar guardería; vendió su guitarra para comprar los útiles escolares de Camila; nunca se compraba ropa nueva porque «primero los niños».
El último día del viaje, mientras hacía la maleta, encontré un dibujo arrugado en el fondo: era de Camila, una familia tomada de la mano bajo un sol amarillo. Yo estaba ahí, sonriendo. Lloré como no lo hacía desde niño.
Regresé a Medellín con el corazón apretado. Mariana me recibió con una mirada dura, pero no dijo nada. Los niños corrieron a abrazarme y sentí el peso de mi ausencia.
Esa noche, después de acostar a los niños, me senté junto a Mariana en la cama.
—Lo siento —dije apenas audible—. Pensé que necesitaba estar solo para ser feliz… pero me equivoqué.
Ella suspiró largo.
—No eres el único cansado aquí, Julián. Pero yo no tengo opción de irme —sus ojos brillaban con lágrimas contenidas—. La familia es cosa de dos.
Nos quedamos en silencio mucho rato. Afuera llovía suave sobre los techos de zinc del barrio.
Desde entonces, nada volvió a ser igual del todo. Aprendí que el sacrificio no es exclusivo de uno solo; que las pequeñas renuncias diarias son las que construyen una familia fuerte; que huir no resuelve nada, solo posterga los problemas.
A veces me pregunto: ¿cuántos padres y madres sienten ese deseo secreto de escapar? ¿Cuántos se atreven… y cuántos regresan con el corazón cambiado? ¿Vale la pena buscar la felicidad lejos de quienes más nos necesitan?
¿Ustedes qué piensan? ¿Es egoísta querer un respiro o es necesario para poder seguir adelante?