El viaje de negocios que destapó la traición: una nota en la mesa de la cocina
—¿Otra vez te vas, Julián? —La voz de Mariana retumbó en la cocina, entre el chisporroteo del aceite y el olor a cebolla frita. Yo apenas crucé la puerta, tiré el maletín junto a los zapatos polvorientos y me dejé caer en la silla. El cansancio me pesaba en los huesos, pero más me pesaba la mirada de mi esposa, esa mezcla de resignación y sospecha que últimamente no se le quitaba del rostro.
—Es trabajo, Mariana. Ya te lo dije. Si no voy yo, mandan a alguien más y tú sabes cómo está la cosa en la empresa —respondí, intentando sonar firme, aunque por dentro sentía que todo se me desmoronaba.
Ella apagó la hornalla con un golpe seco y se quedó mirándome, los brazos cruzados sobre el delantal floreado que le regalé hace años, cuando todavía reíamos juntos. —¿Y por qué siempre te toca a ti? ¿Por qué nunca puede ir Rodrigo o la nueva, esa tal Fernanda? —insistió, con la voz quebrada.
No supe qué contestar. La verdad era que yo tampoco entendía por qué siempre era yo el elegido para esos viajes eternos a Monterrey, a Guadalajara, a cualquier rincón donde la empresa necesitara un rostro confiable. O tal vez sí lo sabía, pero no quería admitirlo: era más fácil perderme en el trabajo que enfrentar lo que estaba pasando en casa.
—Mañana salgo temprano. ¿Me puedes ayudar a empacar? —dije, esquivando su mirada.
Mariana soltó un suspiro largo y se fue al cuarto sin decir palabra. Me quedé solo en la cocina, con el sonido del reloj marcando cada segundo de silencio entre nosotros. Pensé en mis hijos, en cómo últimamente apenas los veía despiertos. Pensé en mi madre, allá en Veracruz, siempre preguntando cuándo iba a visitarla. Y pensé en mí mismo, en lo solo que me sentía incluso rodeado de mi propia familia.
Esa noche dormimos espalda con espalda. Sentí su respiración agitada y supe que lloraba en silencio. Yo también tenía ganas de llorar, pero me tragué las lágrimas como quien se traga un vaso de agua amarga.
Al día siguiente, mientras desayunaba apurado, Mariana dejó una nota junto a mi café. «No olvides tu camisa azul. Y piensa si realmente quieres seguir huyendo.» La leí tres veces antes de guardarla en el bolsillo. No entendí si era un reproche o una súplica.
El viaje fue largo y monótono. En el hotel, mientras revisaba correos y preparaba la presentación para el cliente, recibí un mensaje de Rodrigo: «Oye, ¿todo bien con Mariana? La vi rara ayer cuando fui a dejar los papeles.» Sentí un escalofrío. ¿Desde cuándo Rodrigo iba a mi casa sin avisar? ¿Por qué Mariana no me había dicho nada?
Esa noche no pude dormir. Llamé a Mariana pero no contestó. Llamé otra vez y nada. Imaginé mil cosas: ¿estaría enferma? ¿Le habría pasado algo a los niños? Pero lo que más me atormentaba era esa duda silenciosa que había crecido entre nosotros como una grieta imposible de reparar.
Al volver a casa dos días después, encontré todo en orden pero frío, como si alguien hubiera abierto las ventanas para dejar escapar cualquier rastro de calor humano. Mariana estaba en la sala, con los ojos hinchados y una maleta junto a sus pies.
—¿A dónde vas? —pregunté, sintiendo que el piso se me movía bajo los pies.
—A casa de mi hermana. Necesito pensar —respondió sin mirarme.
—¿Pensar en qué? —insistí, aunque ya sabía la respuesta.
—En nosotros. En si esto tiene sentido. En si todavía somos una familia o solo dos extraños compartiendo techo —dijo ella, con una calma que dolía más que cualquier grito.
Me senté frente a ella y por primera vez en mucho tiempo hablamos de verdad. Hablamos de las ausencias, de las sospechas, de Rodrigo y sus visitas «casuales», de mis escapadas al trabajo para no enfrentar lo que pasaba en casa. Hablamos del miedo a estar solos y del miedo aún mayor a seguir juntos por costumbre.
—¿Me has sido infiel? —preguntó Mariana de repente.
Sentí un nudo en la garganta. No podía decirle que sí, pero tampoco podía decirle que no. Porque aunque nunca estuve con otra mujer físicamente, hacía tiempo que mi corazón había dejado de estar solo con ella.
—No lo sé —respondí al fin—. Creo que nos hemos sido infieles los dos… cada uno a su manera.
Ella asintió y tomó su maleta. Antes de irse me dejó otra nota sobre la mesa: «No es tarde para cambiar las cosas, Julián. Pero tienes que decidir si quieres hacerlo conmigo o solo.»
Esa noche me quedé solo en casa por primera vez en quince años. Caminé por cada rincón buscando respuestas entre las fotos familiares y los juguetes tirados en el piso. Recordé cuando Mariana y yo bailábamos cumbia en las fiestas del barrio, cuando soñábamos con tener una casa propia y llenar el patio de hijos y perros. ¿En qué momento dejamos de soñar juntos?
Pasaron semanas antes de volver a vernos. Los niños preguntaban por su mamá y yo inventaba excusas tontas: «Está ayudando a tu tía con el bebé», «Fue al doctor»… Pero ellos sabían que algo andaba mal.
Un domingo cualquiera, Mariana volvió para hablar conmigo. Esta vez no hubo reproches ni lágrimas, solo dos adultos cansados dispuestos a intentarlo una vez más o a despedirse sin rencores.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó ella.
—No lo sé —admití—. Pero quiero intentarlo… si tú también quieres.
Nos abrazamos largo rato, como si ese abrazo pudiera borrar todos los silencios acumulados entre nosotros.
Hoy seguimos juntos, pero ya nada es igual. Aprendimos a hablar antes de explotar, a pedir ayuda antes de rendirnos. A veces pienso que esa nota fue lo mejor que nos pudo pasar: nos obligó a mirarnos de frente y decidir si valía la pena seguir luchando por nuestra familia.
Me pregunto cuántas parejas viven así, huyendo del conflicto hasta que una simple nota lo cambia todo… ¿Y tú? ¿Te animarías a enfrentar tus propios silencios antes de que sea demasiado tarde?